El discreto olor del mal
En nuestra inconmensurable arrogancia, nos sentimos superiores a todo lo que existe. No negaré que hemos logrado grandes cosas, pero el renglón de la humildad, en nuestro balance, tiene todos los números en rojo.
Circulan cada tanto noticias sobre estudios que demuestran que tener mascotas ayuda a mejorar las defensas inmunes de los chicos. No me asombraría que fuera así. Pero, sobre todo, los animales domésticos dejan lecciones indelebles en las mentes infantiles. Por cierto, recuerdo muchas de mi niñez. Pero otras, más recientes, disfrutan de un mayor detalle, y tal vez de otra mirada. Por ejemplo, una tarde llegué a casa inusualmente temprano. De suyo, a tales horas, las gatas duermen con entera impunidad. Siempre fue así. Siempre va a ser así.
Pero ese día andaban corriendo como enajenadas por toda la casa. Cada tanto se detenían y emitían maullidos lastimeros. Parecían estar sufriendo algún dolor, ¿pero las tres a la vez? Un pájaro, seguro. Lo busqué, sintiéndome irresoluto y ridículo. No, ningún pájaro.
Es cierto, había algo incómodo en el aire. Pero tal vez fuera solo una ilusión. Cuando pasé por cuarta o quinta vez delante de los altavoces del sistema de audio, lo advertí. En el límite de lo audible, había un tono agudo, filoso como un escalpelo. Por algún motivo -un falso contacto, un corte de luz- el equipo había estado produciendo ese ruido que para mí era casi imperceptible, y para ellas, una tortura. Cuando lo apagué, volvieron a su comportamiento habitual.
Esta es Betty, una perrita que rescatamos en la playa hace cinco años. Esta es Alarma de lluvia, una app que me recomendó Diego Angeli, cuyas columnas sobre el tiempo en LA NACION son geniales. Betty les tiene pánico a las tormentas, así que Alarma de lluvia me sirve para saber cuándo se acerca la actividad eléctrica. Hace unos días, durante ese festival interminable de lluvia que nos obsequió octubre, descubrí algo notable. Estaba en mi estudio y de pronto Betty se puso a temblar. En ese mismo instante, la app me avisó que se aproximaba una tormenta, aunque todavía estaba a varios kilómetros. Por supuesto, pasó un largo rato hasta que mis oídos captaron los truenos lejanos. Un radar llamado Betty.
OK, perros y gatos poseen un oído y un olfato más sensibles que los nuestros. Vaya novedad. ¿Pero es solo eso? ¿Sonidos y olores? ¿Seguro?
A pesar de que esta historia tiene como veinte años, sigue asombrándome. Teresa era una setter irlandesa que me obsequió una amiga; habiendo su perra tenido 14 cachorros, ya no sabía cómo ubicarlos.
Fue por lejos el perro más benévolo que tuve en mi vida. Nunca gruñó ni mostró los dientes. Podía uno sacarle el plato de comida, y aun así permanecía dócil e impasible. Los gatos dormían con ella (a menudo, sobre ella), y nunca tuvo un altercado con los otros perros, en la calle. Llegué a pensar que era algo más que un can. Hasta que un día sonó el timbre y, como de costumbre, marchó a mi lado rumbo a la puerta. Todo fue bien hasta que llegamos al zaguán. Entonces se detuvo en seco y adoptó una actitud feroz. Por primera vez desde que la conocía la vi mostrar los dientes. Con el pelo del lomo erizado, agachó la cabeza y se lanzó contra la puerta de calle, todavía cerrada. Alarmado, la saqué del zaguán y cerré la puerta cancel. Al otro lado del vidrio, empezó a ladrar nerviosa, como si temiera por mí.
Sin saber con qué me encontraría, abrí la ventanita con vidrios martillados en lo alto de la pesada puerta de calle. Ahí estaba. No es relevante su nombre (que he olvidado) ni la breve conversación que mantuvimos; simplemente, se había equivocado de dirección. Aunque nunca la había visto en persona, conocía bien su historia de perfidia y vileza. Por eso, cuando, con una disculpa fingida y una sonrisa tenebrosa, se retiró, supe que Teresa podía oler mucho más que rastros apetitosos. Ese día había olido el mal. Desde entonces, miro a los perros de otro modo. Sobre todo, les hago más caso. Saben cosas.