El don de la ternura también es una imagen
Él es muy delgado, muy alto, usa –contra viento y marea, de día y de noche– anteojos de sol y tiene 33 años. Ella es bajita y redonda, porta melena bicolor, sonrisa casi eterna y tiene 89 años. Él es fotógrafo y grafitero. Ella, cineasta. Se respetan, se desafían, se quieren y a veces se exasperan mutuamente. Realizaron entre los dos un documental que viene a decirnos que, aun en una de las eras más abrumadoramente visuales de la humanidad, cuando todo parece haber sido filmado y fotografiado, digitalizado y escudriñado; aun en este siglo de visiones más bien agotadas, hay espacio para decir algo nuevo. O, más bien, para ofrecerle al mundo el oxígeno de otro tipo de mirada.
El film se llama Visages, villages, y sus autores son la mítica Agnès Varda y el quizás nómade JR; pudo verse durante el último Festival de Cine de Mar del Plata y el próximo domingo competirá por el Oscar al mejor documental. Protagonizó cierto momento lúdico durante el tradicional almuerzo que se realiza días antes de la entrega de los premios de la Academia de Cine de Hollywood. Agnès Varda, que no asistió al evento, envió una foto suya, de cartón y en tamaño natural, para que “posara” en la foto que suelen protagonizar todos los nominados. La veterana realizadora, a la que no le faltan títulos para pasar a la historia del audiovisual (de “abuela” de la Nouvelle Vague francesa a pionera del cine con impronta feminista o realizadora de conmovedoras instalaciones), sumó un hito: la primera imagen previa a la entrega de los Oscars que incluye a una cineasta de cartón.
Pero, desde luego, su último trabajo es mucho más que eso. Visages, villages. Rostros y ciudades. Con humor, con sensibilidad, con agudeza y sin dejar de lado la mirada crítica, Varda y JR apuntan a lo que más de humanos tenemos los seres humanos: nuestros semblantes y los espacios que habitamos.
Ambos realizadores se lanzan a las rutas francesas, en busca de ciudades y pueblos más o menos importantes, más o menos populosos. Hablan con sus habitantes, los invitan a fotografiarse y con esas imágenes –siempre retratos en blanco y negro– hacen impactantes intervenciones urbanas: entre la gigantografía y el grafiti, los rostros que habitan la ciuad miran, sonríen y, a su modo, hablan desde lo alto de muros, edificios, torres o estructuras abandonadas. La filmadora digital de Agnès, pequeña e inquieta como ella, lo registra todo. Porque están las imágenes, pero a través y por detrás de ellas están las voces, los relatos, las historias. El trabajo dando forma y sentido a las vidas humanas.
Conocemos a la descendiente de una familia de mineros, empecinada en no abandonar la barriada semifantasma donde alguna vez habitaron los suyos. Y la descubrimos admirar su propio rostro –duro y sufrido– sobre una de esas fachadas. O vemos la imagen de un amigo fotógrafo de Varda, enorme e impresa sobre un antiguo búnker de guerra. O el porte orgulloso de las esposas de los estibadores de El Havre, como suspendidas sobre los edificios del puerto.
Visages, villages tiene algo de road movie. También, la frescura de un diario audiovisual entregado a lo inmanejable del azar. Es una ventana abierta a la belleza que anida en el mundo y que nuestra especie, pese a su debilidad por el espanto, suele apreciar y multiplicar.
“Quiero ver tu mirada, quiero que te saques los anteojos”, le dice y le vuelve a decir Agnès a JR que no, no se saca esos lentes oscuros que ya parecen formar parte de su cuerpo.
Pero él sí filma los ojos de su colega, la anciana más joven del mundo. Les hace un primer plano algo brutal, mientras registra una intervención oftalmológica que, nos venimos a enterar con este film, es parte de las últimas rutinas de Varda.
Tenía que ser así: un documental que celebra lo humano está obligado a dar cuenta de nuestra decisiva fragilidad. Agnès lo sabe. Quienes hayan visitado su instalación Las viudas de Noirmoutier (parte de la muestra Les Visitants que se expone en el CCK), habrán visto allí algo del espíritu que late en Visages, villages: la cercanía al otro como premisa. El don de la ternura como única ley.