El Dr. Lacan, o la magia de lo escénico
Ya se encendieron las luces, persiste el eco de las risas, alguien apura lo que queda de su copa de vino. Pablo Zunino se adelanta, mira al público, pregunta: "¿Quiénes de acá se psicoanalizaron o se psicoanalizan?". Prácticamente todo el auditorio levanta la mano. Vuelve a la carga: "¿Alguien en la sala nunca hizo terapia?". Apenas se alzan tres solitarias manos, cuyos dueños serán declarados "vírgenes" de la singular pasión que practica el resto. Uno de ellos recibirá, como obsequio, un encantador muñequito de tela, un Jacques Lacan en miniatura.
Estamos, desde ya, en Buenos Aires, ciudad desde hace rato enamorada del psicoanálisis. Más exactamente, en el Teatro La Comedia, donde transcurre una función de El Dr. Lacan: obra de teatro, comedia con toques de varieté, café concert; apuesta a una palabra jugosa, rebosante de sentido, alérgica a cualquier tipo de solemnidad. En El Dr. Lacan, la voz de quien Elisabeth Roudinesco llamó el "reinventor del psicoanálisis" se entreteje sin problemas con el desparpajo y los mil y un artificios escénicos.
Autor, director y actor de la obra (él interpreta a Lacan), Pablo Zunino, que también ha ejercido la crítica teatral, habla con el público y tiene algo de maestro de ceremonias, de prestidigitador atemporal. Es el momento del "Fin de fiesta", último tramo de la presentación, bonus track de intercambio con los espectadores que algunos prolongan un poquito más y van allá, junto al espejo que forma parte de la escenografía, a pararse junto a Zunino/Lacan, y a ver esas sonrisas, y marche una foto.
La obra es, en sí misma, un pequeño fenómeno: va por la octava temporada, con éxito de público incluso -puedo dar fe- en uno de los sábados de calor más aplastante del verano.
¿Dónde reside su magia? Quizás en lo que cuenta. O en cómo lo cuenta. En el agitado París posterior a mayo del 68, Lacan se dispone a dictar uno de sus célebres seminarios en la École Normale Supérieure y descubre, devastado, que ningún estudiante asistió. Frente a él se extiende un auditorio vacío. A pasar el mal trago lo ayuda Gloria González -interpretada por Silvia Armoza-, la asturiana que llegó a Francia huyendo de la Guerra Civil Española y terminó siendo secretaria y organizadora imprescindible de las actividades del Dr. Lacan. La sustancia de lo histórico juega a piacere con la imaginería escénica: Lacan y Gloria se sacan chispas verbales, bailan, hablan de Mao, el álgebra y la princesa Bonaparte, confunden francés y español, y comparten escena con grabaciones de la voz del Lacan real y una fugaz proyección de sus intervenciones -plenas de histrionismo- en la École.
"Aun con las mejores intenciones, siempre terminamos armando una iglesia o un ejército", se desespera el Lacan del escenario con palabras en las que resuenan los dichos del Lacan histórico. Y quizás allí resida uno de los secretos de esta obra: poner en escena - junto con la mención a los sueños, la sexualidad, Freud y compañía- al Lacan menos frecuentado, el que, al indagar en la subjetividad humana, generó también espacio para una reflexión política. El que renegó de su familia de origen; el que sabía demasiado bien que apenas somos un chisporroteo de vida entre dos rotundos vacíos; el que, al tanto de algunas oscuridades, puso el ojo en las rigideces que pueden impregnar hasta el discurso más contestatario. Además de darle un rostro moderno al psicoanálisis, Lacan dejó las huellas de un pensamiento de sutileza extrema, en que la más cruda conciencia de los límites humanos puede convivir con una luminosa vitalidad.
De esa mirada se nutre la obra de Zunino y su libérrima recreación de alguna zozobra en los tiempos del Seminario. Quienes cada sábado se acercan a verla celebran el disfrute de la risa, la magia de lo escénico. La invitación a reconciliarse con ese animal fatalmente incompleto que todos venimos a ser.