El Estado de Derecho, todavía una aspiración
El rechazo al fallo de la Corte en el caso Muiña refleja la resistencia de la sociedad a aceptar la ley cuando no le gusta
La democracia es un sistema político que merece elogios porque trata de satisfacer las preferencias de la mayoría de los ciudadanos. Pero, al mismo tiempo, ella debe ser complementada mediante la concesión de derechos y garantías constitucionales que protejan a las minorías, con lo cual se convierte así en una democracia liberal. En una democracia a secas la mayoría puede esclavizar a la minoría, o privarla de su vida: Jesús perdió dos elecciones democráticas consecutivas contra Barrabás y terminó crucificado, de donde la democracia a secas no es un régimen político recomendable. En la época contemporánea la incorporación de derechos liberales a la democracia está tan extendida que, en el uso común, la democracia ha pasado a equipararse automáticamente con la democracia liberal. Pero si se la estudia teóricamente, el rasgo liberal debe siempre considerarse por separado del rasgo democrático.
En una democracia liberal, el Parlamento se ocupa de defender el rasgo democrático y el Poder Judicial, y -en especial- la Corte Suprema, se ocupa de defender el rasgo liberal. El Parlamento representa la opinión de la mayoría del pueblo y la Corte Suprema actúa cuando alguno de los otros dos poderes no ha respetado las garantías constitucionales que protegen básicamente a la minoría. Cuando el sistema opera de este modo, estamos en un Estado de Derecho, el cual requiere, como puede verse, tanto la promoción de las preferencias de la mayoría cuanto la preservación de las garantías de la minoría, tanto el derecho de voto como sustento de lo primero cuanto la independencia del Poder Judicial como sustento de lo segundo.
En los diecisiete años transcurridos entre 1966 y 1983 la Argentina vivió sólo tres años de Estado de Derecho. Cuando en ese último año Raúl Alfonsín asumió la presidencia de la República cabía ilusionarse con el inicio de una larga etapa de Estado de Derecho en el país. Las convicciones democráticas del presidente se complementaban con las convicciones liberales del presidente de la Corte Suprema, el eminente jurista Genaro Carrió. La ilusión no fue duradera, sin embargo, cuando se pudieron advertir las acciones adoptadas en detrimento de la independencia del Poder Judicial durante las presidencias de Menem (aumento del número de jueces de la Corte) y de Duhalde (juicio político a la Corte), por ejemplo.
Pero en 2015 resurgió la ilusión del Estado de Derecho, que se resistía morir. El presidente Macri exhibía una vocación democrática que él se esforzaba por contrastar con la imagen autoritaria de su predecesora, la Corte Suprema estaba integrada por jueces elegidos por tres presidentes distintos y sus integrantes provenían de tres regiones diferentes del país, lo que la convertía en un tribunal a la vez pluralista y federal.
En esta oportunidad la ilusión duró menos de dos años. Bastó para disiparla que la Corte decidiera el caso "Muiña" y aplicara a éste la ley conocida como el "dos por uno": ahí nos enteramos de lo que piensa el país del Estado de Derecho y de la independencia del Poder Judicial. Uno de los actores fue el Poder Ejecutivo, que arrancó defendiendo esa independencia hasta que las encuestas le anunciaron una eventual pérdida de votos, luego de lo cual pasó de una prescindencia elogiable a un ataque duro a la Corte. Otro de los actores fue el Parlamento, culpable si los hay del resultado del fallo por ser el autor de la ley que se cuestiona. De un modo dolorosamente contradictorio, por una parte cuestionó con severidad el fallo de la Corte y por la otra se vio obligado a dictar una nueva ley sobre el tema, reconociendo así que el fallo había aplicado la ley de manera correcta. Algunos de sus integrantes pasaron incluso con rapidez de la tragedia a la farsa y pidieron el juicio político para los jueces que conformaron la mayoría en el fallo en cuestión.
Pero no es la reacción de los políticos la que hizo desaparecer la ilusión, sino la reacción de los propios ciudadanos, que marcharon masivamente en contra del alto tribunal para intentar condicionar así sus fallos futuros. Ahí sí pudimos ver en acción a esa mayoría que no se interesa por el respeto de las garantías constitucionales. Porque ¿qué es lo que se objeta del fallo y provoca tanto enojo? No su fundamento jurídico, por cierto, ya que éste es impecable. El fallo, simplemente, se limita a aplicar en el caso la ley más benigna, exigencia que impone el artículo 2 del Código Penal, que nunca -que yo sepa- había sido criticado en este aspecto. Como ya he dicho, el propio Parlamento aceptó esta situación y dictó una nueva ley para intentar aclarar (no digo que con éxito) el alcance de la ley anterior, con lo que reconoció el acierto jurídico del fallo de la Corte.
Lo que el Poder Ejecutivo, el Legislativo y -más lamentablemente- los ciudadanos objetaron con ira fue el resultado, y convirtieron esa objeción en un tema moral: es inmoral ver a los represores en libertad. Ante todo, hay que destacar que a los jueces mismos no les gustaba este resultado (el cual tampoco me gusta a mí), como lo comprueba su trayectoria ideológica previa: a ninguno de ellos se le puede enrostrar simpatía alguna por el gobierno militar, y sostener lo contrario implicaría avalar una teoría conspirativa paranoica. Pero un buen juez debe determinar el derecho aplicable y luego aplicarlo, aunque el resultado no sea de su agrado, porque de lo contrario no estaría cumpliendo con su deber como magistrado.
Aceptemos que el resultado de la decisión nos provoque una tristeza moral y veamos si ella puede ser compensada por alguna virtud moral del fallo. Supongamos que se debe elegir entre vivir en un país que respeta el debido proceso y las garantías constitucionales de los acusados o vivir en uno que castiga a los ciudadanos de acuerdo con las preferencias de la mayoría. Puesto que no podemos saber por anticipado si estaremos entre los acusados o entre la mayoría, indudablemente elegiríamos la primera opción. Y no lo haríamos sólo por razones prudenciales: ¿acaso no tiene valor moral el respeto por el Estado de Derecho? ¿No tienen valor moral los principios del derecho penal liberal, tales como la prohibición de las leyes penales retroactivas o la exigencia de aplicar la ley penal más benigna? ¿No tiene valor moral el respeto del debido proceso?
Si, como espero, esas preguntas se responden por la afirmativa, las virtudes morales del fallo exceden la clara incomodidad que produce su resultado: los jueces cumplieron con su deber, y al hacerlo instanciaron las virtudes morales que he enumerado. Aunque el resultado hubiera sido distinto, y más satisfactorio, ¿cómo podría tener valor moral si se hubiera llegado a él descartando las normas jurídicas aplicables y basándose sólo en las preferencias de la sociedad? Pero, curiosamente, eso es lo que la sociedad exigía, y lo mostró con su comportamiento posterior al fallo. No nos engañemos: el Estado de Derecho tiene un costo y la sociedad no está dispuesta a pagarlo; tenía razón Carlos Nino cuando describió la Argentina como un país al margen de la ley.
Y así concluye la situación auspiciosa que había surgido al comienzo del actual gobierno. Freud habló del porvenir de una ilusión; parecería tratarse en este caso de una ilusión sin porvenir.
Abogado y doctor en Derecho. Profesor emérito de la UBA.
Martín D. Farrell