El fin de la censura, un paraíso repentino
No sólo el tiempo ha pasado desde aquellos inolvidables seis años, 1983-1989. Todas las personas tenemos en la memoria algún paraíso. El mío lo habité fugazmente entonces. ¿Existe un paraíso mejor que ver todo el cine sin limitaciones de ninguna especie? En diciembre de 1983 me ofrecieron la posibilidad de dirigir lo que en aquellos tiempos se denominaba Instituto de Cine, simplemente. Vería todo el cine. El Cine, con mayúscula. No habría a partir de aquel momento películas prohibidas. Ni para mí ni para nadie. Y no las hubo nunca más. Con cuánto placer y cuánta comprensión y cuánta cooperación aquel gobierno, democrático sin vueltas, hizo causa común detrás de esa conquista. El fin de la censura. Nada más ni nada menos. Y cuánto orgullo. Éramos repentinamente felices. No hay manera más gráfica de describirlo. Años de prohibiciones habían quedado atrás. Si hasta El silencio, la película de Bergman, había caído en la volteada. Créase o no. Y Pasolini, Bertolucci, Solanas, Gleizer increíblemente también cayeron. Y tantos otros cuya enumeración resultaría asfixiante. Habíamos superado años ciegos, de oscuridad. Aquellos gobiernos autoritarios que nos habían precedido no nos dejaban ver lo que ellos sí veían y festejaban a espaldas de nosotros. Eran tiempos nuevos, distintos, durante los cuales todos los argentinos nos sentíamos parte de un todo y absolutamente nadie se sentía excluido. Sin embargo, no hubo alharacas. Todo ocurrió silenciosamente, naturalmente, sin fuegos artificiales.Cuando le dijimos al presidente que había que publicitar esa acción, nos contestó: "No somos Goebbels". Una lección para muchos. Ingenuidad para algunos. Le propongo un test democrático: ¿usted qué piensa al respecto? ¿Cómo se siente hoy mirando hacia atrás estos últimos treinta años?
Manuel Antin