El futuro del trabajo, eje del debate global
Parece evidente que los desafíos de la innovación tecnológica (la automatización, la inteligencia artificial, la robótica, la impresión 3D, la internet de las cosas, el machine learning, etc.) terminarán modificando el trabajo humano y el modo de tratamiento de las cuestiones normativas y sociales que se generan en su entorno. Intervendrán también en la construcción de ese nuevo modo de ser del trabajo ciertos fenómenos demográficos que se encuentran en curso (entre ellos, el envejecimiento de las poblaciones y las migraciones), y otros climáticos y ambientales, como el calentamiento global y sus efectos sobre el trabajo y la salud, las necesidades de preservar el ambiente, la demanda de "empleos verdes", etc. Esos fenómenos suprimirán empleos y alterarán de modo radical las ocupaciones que subsistan. Menos claro es si, como sucedió en oportunidades anteriores, los mismos factores que desplacen puestos de trabajo generarán otros en su reemplazo. Y aunque así fuere, cuáles serán los tiempos que insumirá ese proceso, cuáles, en tal caso, los que requiera la ineludible adecuación de la fuerza de trabajo y quién se hará cargo de los costos sociales, seguramente dolorosos, del tiempo de la transición.
Mientras tanto, hoy, en el marco de una creciente diversidad y atipicidad contractual de los vínculos laborales, sobresale desde hace algunos años la manifestación más "pujante" de aquella atipicidad: el desdibujamiento de los límites entre el trabajo autónomo y el trabajo dependiente, que deja a un número creciente de trabajadores al margen del sistema formal de protección del trabajo. Para tener idea cabal de la significación de ese proceso, conviene tener en cuenta que las nuevas formas de reclutamiento de trabajo humano -las del trabajo "a pedido" mediado por plataformas informáticas (como Uber, Cabify y otros), y otras como el crowdworking, que supone encomendar tareas por medio de esas plataformas en un nivel que no reconoce límites geográficos- tienden precisamente a servirse de ese particular espacio de atipicidad y consiguiente desprotección.
Y en la medida en que la protección social se encuentra aún hoy asociada al empleo dependiente cada vez más incierto, parece evidente que convendrá concebir nuevas formas de cobertura social que no estén en lo sucesivo determinadas por la situación ocupacional del trabajador. Se trataría de formas de universalización de la protección social, como los pisos de tutela que propone la recomendación 202 de la OIT y otros que se encuentran muy presentes en el debate en otras latitudes -no aún entre nosotros-, como el denominado IBU (ingreso básico universal) que el Estado proveería a todos sus ciudadanos, cualquiera fuere su situación patrimonial o laboral, y que consistiría en un importe fijo suficiente para asegurar su subsistencia.
Junto a esas tendencias de universalización de la protección social se vislumbra, de modo algo menos inminente, otro efecto sobreviniente, como el de la segmentación y pluralización de los regímenes de protección laboral, en cuyo marco el del tradicional trabajador subordinado -es el que, en especial, consagra la ley de contrato de trabajo- habrá de ser solo uno más entre algunos otros y ya no el único (por ahora, se sumarían los de categorías como las de los teletrabajadores, los trabajadores reclutados por medio de plataformas informáticas, los de los call centers, los autónomos económicamente dependientes, etc.). Ello implicaría una asignación de estatutos de protección diferenciados que resquebrajaría la lógica histórica de la protección laboral que se expresara en un régimen único -el del derecho del trabajo- referido a una única y excluyente categoría como lo ha sido hasta hace no mucho la del trabajo dependiente.
Me parece de ese modo constatar un movimiento de sentidos de algún modo diversos: la protección del trabajo transitaría desde la unidad hacia la fragmentación reglamentaria; la protección social, en cambio, desde la particularidad de los diversos regímenes de cobertura hacia la atribución universal de la tutela. Mientras esos procesos van diseñando de modo gradual el futuro del trabajo y de la protección social, el régimen laboral histórico seguirá vigente para los trabajadores dependientes -categoría que, como queda dicho, ya no será excluyente- sometido a nuevas tensiones reformistas que de no se han de agotar.
Y, como en cada oportunidad anterior, los procesos de reformas no dejarán de albergar las posiciones más extremas. Unos dirán que las normas laborales siguen interfiriendo en los procesos de adecuación de los mercados, los que al no poder ajustar en el precio (el costo del trabajo), ajustarán en cantidades, provocando de ese modo un crecimiento de las tasas de desempleo; desde esta perspectiva extrema, la mejor norma laboral es la que ya no está.
Para otros, en cambio, las normas laborales son buenas solo porque están y toda modificación que se les introduzca será reputada como regresiva. Desde esta lógica, es como si las normas laborales hubieran sido concebidas "con perfume de eternidad" (Alain Supiot dixit), como si con ellas se hubiera agotado de una vez y para siempre la aptitud creativa de los responsables de su elaboración.
Contra esas perspectivas extremas, parece más apropiado pensar que las normas han sido concebidas para satisfacer necesidades sociales relevantes por lo que, si de un lado la propuesta de abatirlas no hace sino expresar una de aquellas perspectivas extremas, por el otro tampoco es cierto que el funcionamiento de los mercados sea indiferente al modo en que se forman y sancionan las normas laborales, a las características de su diseño, a la extensión de sus contenidos. En pocas palabras, si de un lado no se puede prescindir de las normas laborales, del otro no se puede hacer cualquier cosa con ellas.
Por dotar a esos debates -los que fueron, los que serán- de alguna racionalidad, habría que decir que las normas laborales tienen una incidencia cuanto menos tripolar, y en su concepción debe identificarse el punto de equilibrio que se considere óptimo entre su finalidad social -es la que da sentido a su introducción-, su incidencia en el funcionamiento de los mercados de trabajo y del empleo y, en tercer lugar, su proyección sobre la productividad y la rentabilidad de las empresas. En el curso de los debates, no es difícil entender que las perspectivas de sindicatos y empresarios se inclinen en favor de algún específico extremo de esa tríada de intereses en juego; los responsables políticos e intelectuales de la revisión normativa debieran hacerse cargo en cambio de la tarea nada sencilla de expresar aquel punto de equilibrio que, por la intersección de las ideologías y los intereses, estará siempre en discusión.
Mientras afrontamos nuevamente esos debates, es probable que aquella secuencia del futuro cuyas primeras manifestaciones delineamos en los primeros párrafos de esta nota, siga su curso hasta ensombrecer y privar de centralidad a muchas de las cuestiones que hoy nos desvelan. Es imperioso involucrarse y procurar incidir en aquel proceso; es que no será manifestación de una reforma laboral que pueda o no acontecer, sino de una que ha de sobrevenir lo queramos o no, lo sepamos o no, lo admitamos o no.
Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de San Andrés