El lado sórdido de la contracultura
La traducción al castellano lo presenta como Manson. La historia real, pero el libro que escribió el periodista Tom O'Neill con la colaboración de Dan Piepenbring (editado por Roca) lleva en su versión original un título mucho más elocuente y sincero: Chaos, palabra que hace justicia al proceso desordenado, laberíntico y proliferante que le insumió al autor (a la sazón, reportero de espectáculos) nada menos que veinte años para concluir la titánica tarea de reconstruir las investigaciones sobre los asesinatos de Sharon Tate y sus amigos (ocurridos en agosto de 1969), renunciando a la cómoda opción de barrer bajo la alfombra las piezas del rompecabezas que no encajaban. Por el contrario, fue precisamente en los datos disruptivos y en las lagunas informativas del caso en lo que se concentró O'Neill, convencido de que el móvil de la matanza perpetrada por Charles Manson y su "Familia" (cuyas responsabilidades el periodista no pone en cuestión) va mucho más allá de la atrabiliaria guerra racial que se esgrimió en el juicio y luego en Helter Skelter, libro canónico del caso, escrito por el fiscal que llevó a los asesinos a prisión: Vincent Bugliosi.
Una de las preguntas cruciales que se hace O'Neill brota de la certeza a la que arriba en el transcurso de su investigación: ¿por qué Manson se encontraba libre si la policía tenía sobradas pruebas de que tanto él como varios miembros de su grupo habían violado la libertad bajo palabra de la que gozaban? La pregunta es más que pertinente, porque de su respuesta deriva la inquietante posibilidad de que, si el sistema hubiera funcionado bien, esos crímenes y varios otros cometidos por la banda no habrían tenido lugar. ¿Fue nada más que negligencia, falta de comunicación entre las distintas burocracias estatales involucradas, o una decisión tomada en niveles políticos superiores? ¿Era Manson solo un desquiciado peligroso, o un desquiciado peligroso del que se servían el FBI y la CIA en su combate subterráneo contra los movimientos libertarios y pacifistas ("procomunistas", diría la derecha más intransigente) que se multiplicaban en Estados Unidos, con epicentro en la dorada costa oeste? ¿Cuán estrecha era la relación de Manson con el ambiente del espectáculo? Fue notorio que actores, músicos, productores y magnates lo negaron o trataron de mantenerlo a distancia después de la carnicería, como a la mancha venenosa. ¿Les habría salvado la vida a la esposa de Polanski y sus invitados de aquella noche en la mansión de Cielo Drive un aviso por parte de quienes conocían la peligrosidad del exconvicto? ¿O estos callaron porque una denuncia o una advertencia pública los hubiera obligado a sincerar más allá de lo conveniente su propio consumo de drogas duras, su participación en orgías con menores? O'Neill bucea en estos interrogantes a lo largo de las más de quinientas páginas que conforman su obra, y propone sus hipótesis, consciente de las contradicciones que se le presentan a cada paso y de la imposibilidad de anudar firmemente los cabos sueltos.
Así, lo que había empezado como una inocente idea surgida de una reunión de sumario en una sala de redacción (en marzo de 1999, la directora de la revista Premiere le pidió a O'Neill, colaborador free-lance, un artículo sobre las consecuencias que habían tenido en Hollywood los asesinatos de Manson, a treinta años de la masacre) terminó convirtiéndose en la obsesión de una vida, cuyo colofón es este libro fascinante. Mucho más que un paseo por el lado sórdido de la contracultura. Al que se suma, medio siglo después de los hechos, la mirada de Quentin Tarantino. En su última película, el director también ofrece su versión de aquellos años, aunque se trata de una visión mucho más luminosa. Toda una declaración de amor a Hollywood, la fábrica de sueños capaz de engendrar pesadillas.