El largo viaje de Perón e Isabel hasta Alberto y Cristina
Entre el pragmatismo y los cambios de discurso, la capacidad del peronismo para construir distintos modos de liderazgo vuelve a ponerse a prueba
El regreso de la democracia encontró al peronismo con una noticia inesperada: por primera vez perdería en elecciones libres y sin proscripciones. Huérfano de Perón, disperso, sin lograr disimular las huellas de su violento enfrentamiento interno y las que sufrió durante la dictadura, reapareció con la misma imagen caótica con la que había sido desalojado por la fuerza del poder, el 24 de marzo de 1976.
Derrotado por el radicalismo de Raúl Alfonsín, el peronismo encontró una doble frustración que tardaría cuatro años en revertir. En 1983, por primera vez debía asumir la realidad de no ser la mayoría automática de los votantes y, a la vez, estaba obligado a iniciar su reconstrucción fuera del poder.
Aquel peronismo sin Perón que inició este largo viaje hasta Alberto Fernández y Cristina Kirchner quedó simbolizado en la imagen de Herminio Iglesias quemando un cajón con los colores de la UCR. Pero esa síntesis era incompleta y ocultaba procesos ideológicos más complejos.
En la superficie, el PJ que emergía después de la dictadura volvía con los mismos hombres que habían rodeado a la viuda de Perón. De hecho, Italo Luder, el reemplazante temporario de Isabel en varios tramos previos al golpe militar, se convirtió en el candidato presidencial. La fracción montonera que había confrontado con Perón había sido diezmada. El ala política tradicional aliada con el gremialismo que había enfrentado a la "juventud maravillosa" parecía abarcar ahora toda la extensión del movimiento.
Discursos en defensa de la ortodoxia y la lealtad a Perón (y por extensión a la exiliada Isabel) no lograron ocultar la enorme dificultad para encontrar fórmulas aceptables para organizar por primera vez una fuerza política dirigida por una persona. Ser verticalista sin Perón había perdido sentido en tanto ya no había un líder a quien cumplirle sus órdenes. El peronismo quedó enredado en esos dilemas mientras su candidato presidencial comunicaba la decisión de no revisar la tragedia reciente.
Los intentos embrionarios de encontrar métodos democráticos para organizar al peronismo fueron rechazados en distintos congresos partidarios. Antonio Cafiero y Carlos Menem, víctimas de las maniobras patoteriles de esas reuniones tumultuosas, cobrarían poco después los beneficios de haber insinuado signos de cambio. El 17 de octubre de 1983, en el estadio de Vélez, se produjo un traspaso simbólico en medio de la campaña electoral. Lorenzo Miguel, el hombre más poderoso del sindicalismo, fue abucheado y no pudo terminar su discurso. En su lugar, tomó el micrófono Saúl Ubaldini, un dirigente que, sin tener un gremio importante como respaldo, se convertiría en el jefe de la oposición al radicalismo.
Mientras la CGT hacía una decena de paros generales y Ubaldini reclamaba "paz, pan y trabajo", el peronismo intentaba su reagrupamiento. El sindicalismo había preservado la protesta callejera en poder del peronismo sin tener nunca una conducción unánime. Desde los años 60, los gremios habían repartido sus roles entre halcones y palomas; unos presionaban y otros negociaban. Al mismo tiempo, esas estructuras resistían la ola democratizadora que también golpeaba al total del peronismo. Hasta hoy, un sistema de unicatos convertidos en algunos casos en empresas familiares define su manejo del poder. Solo una jubilación tardía o una orden de detención pueden abrir un proceso de sustitución en los sindicatos.
Salir para volver
El deterioro social de la Argentina abrió cauce para una pérdida relativa de la representatividad de los sindicatos. Debajo de los gremios nacerían los movimientos piqueteros que el kirchnerismo domesticaría y pondría bajo su ala.
En 1985, Cafiero creyó encontrar afuera del peronismo la manera de llegar a la conducción del PJ. La táctica le dio resultado al ya veterano dirigente, próximo al gremio metalúrgico y originario del catolicismo. En las primeras elecciones legislativas posteriores, el exministro de Perón e Isabel armó una lista por fuera del peronismo ortodoxo y lo derrotó.
Cafiero debió salir del peronismo para poder entrar con una victoria en la mano a la que finalmente se allanaron los dirigentes de la provincia de Buenos Aires. Hubo intentos de retener el poder de lo que todavía se llamaba la ortodoxia, pero una ola de cambios más cosméticos que verdaderos comenzaba a tomar forma. Estaba naciendo la renovación peronista.
Carlos Menem, que había pasado de enviarle flores a Isabel a ser un aliado de Alfonsín en el plebiscito por el canal de Beagle, se sumó a esa corriente con un perfil carismático que primero lo haría popular y luego poderoso.
El apogeo de la renovación fueron las elecciones de 1987, en las que Cafiero ganó la decisiva gobernación de Buenos Aires (que el peronismo retuvo hasta 2015). La derrota nacional del radicalismo prefiguró la idea del regreso al poder para una fuerza que todavía no tenía un nuevo jefe.
Cafiero acumuló estructura y se rodeó de dirigentes que habían adaptado su lenguaje a los nuevos tiempos. Carlos Grosso o José Manuel de la Sota ya no hablaban de verticalismo ni de ortodoxia, sino de democratizar al peronismo. Menem tejía por su lado en una infinita gira por el país, convencido de que su destino era ser presidente.
El fracaso del radicalismo para controlar la inflación había reabierto al peronismo la posibilidad de imaginar su regreso y, a la vez, comprometido a Cafiero a negociar con el alfonsinismo para administrar la provincia.
Los jefes de la renovación cumplieron con la promesa de una elección para definir al candidato presidencial, un año antes del recambio de 1989. Cafiero parecía tener todo para ganar en esa interna del 8 de julio de 1988, la única de alcance nacional que registra su historia. Gobernaba la provincia más grande del país, tenía la adhesión de gran parte de los gobernadores peronistas y había liderado el proceso de cambio en el PJ. Pero cometió el error de romper con el sindicalismo y en lugar de atender el pedido para que su vice fuera el exgobernador de Santa Fe José María Vernet, eligió al cordobés De la Sota. El sindicalismo hizo valer por última vez el poder de su estructura y acompañó a Menem, que fue subiendo a su grupo todo lo que pudo encontrar por fuera de lo que había concentrado el cafierismo. Fue así que el peronismo, 14 años después de la muerte de Perón, encontró en Menem un nuevo liderazgo.
Gobierno y partido
El camino a la presidencia se despejó con la hiperinflación y Menem presionó para asumir antes como una forma de garantizar que necesitaba todo el poder para remediar la situación heredada. Ocurrió en el invierno de 1989; así se inauguraba un procedimiento que, con algunas diferencias, se repitió en 2001.
Menem fue un líder partidario que no pidió lealtad. Esperó que se la llevaran a su despacho presidencial. Así como gobernó administrando las contradicciones y enfrentamientos dentro de su propio gabinete, manejó al peronismo como una parte más de sus obligaciones presidenciales.
Una regla invariable del peronismo desde su nacimiento es que gobierno y partido son la misma cosa; sus adversarios, por lo tanto, tienen que competir poco menos que contra el propio Estado. Menem aplicó esa regla mientras llevaba al extremo el pragmatismo ideológico que es otro sello registrado de su fuerza.
Siempre en nombre del pueblo, el peronismo pudo gobernar tanto asumiendo la corriente neoconservadora de fines de los años ochenta, como embanderado en el discurso de la revolución populista del kirchnerismo. Mismo partido y casi los mismos dirigentes, lo que cambian son los discursos y las herramientas para llegar y mantenerse en el poder.
Ni Menem era un conservador en su origen, ni los Kirchner fueron jamás de izquierda antes de adoptar sus consignas. Entre Menem y el matrimonio presidencial, la jefatura partidaria de Eduardo Duhalde terminó siendo más un puente que un nuevo destino. Luego de ser aliado clave de Menem, Duhalde se convirtió en su rival y, ya como presidente interino luego de la caída de Fernando de la Rúa, eligió facilitar la llegada de Néstor Kirchner antes que habilitar una vez más al expresidente.
Duhalde pagó el precio muy rápido. Kirchner lo desplazó del comando partidario, empezando por tomar el control de la provincia de Buenos Aires.
El liderazgo de Kirchner fue diferente del de Menem, más por las distintas personalidades de ambos que por sus ideas políticas. Kirchner exigía sometimiento y lo consiguió con la billetera del Estado en la mano. Una derivación patética que simboliza ese estilo terminaron siendo los actos de Cristina a los que los gobernadores debían asistir sin saber qué se anunciaría. Estaban para aplaudir.
La construcción del kirchnerismo se terminó haciendo casi en paralelo a la estructura formal del peronismo y desde un cierto desprecio que Cristina nunca ocultó por su propio partido. Ese desprecio a los peronistas tradicionales es una cara de la misma moneda que la llevó a sublimar a la guerrilla montonera formada por su propia generación, en los años setenta.
De un Néstor más político a una Cristina más intransigente surgió el declive electoral del Frente para la Victoria y la reciente necesidad de reconstruir la relación con la vieja estructura, en especial la sindical y la del peronismo del interior. Esa nueva alianza, a partir de la fuerza electoral que sigue sin condiciones a Cristina y del potencial del resto del peronismo, es la que llevó a la expresidenta a correrse al segundo lugar de la fórmula presidencial y derivar el número uno a Alberto Fernández. Con ella era difícil, sin ella en primer plano sería imposible.
El resultado del 11 de agosto y su potencial confirmación, el 27 de octubre, prefigura una etapa sobre la que con más apuro que certezas comenzaron a tejerse las conjeturas más inquietantes. Es lo que está por verse.