El Medioevo, en versión siglo XXI
Es una mujer con el pelo recogido en un pañuelo de tela tosca, el gesto agobiado bajo una enorme fuente cargada de naranjas. Una mujer vestida con las ropas modestas de la campesina medieval; un rostro en claroscuro que sueña con la maravilla barroca de Rembrandt. Es mi vecina del sexto, en una imagen digital que compartió en Facebook.
Cecilia es docente, música, cantante. Madre de tres hijas. Viajera del tiempo. Vuelvo a mirar la fotografía; imagino que algún remoto ancestro de esta nieta de ucranianos e italianos bien pudo haber lucido así.
Guardo de ella dos escenas, casi un díptico. El día en que, recién llegada al edificio, yo rengueaba por una fractura de rótula que me tenía a maltraer. Una mujer alta, de ojos claros, me ayudó a subir al ascensor. Me contó que era docente de música y, además, practicaba eutonía; casi sin conocerme, se ofreció a darme una mano con la recuperación. La otra escena ocurrió unos cuantos años después. Un poco por curiosidad, otro poco por acompañar a mi hijo en su incipiente fascinación por castillos, dragones y héroes de cuento, visité una de las tantas ferias medievales que se hacen en la ciudad. Y allí estaba ella, la vecina, ataviada con un bello traje palaciego, marcando los pasos de una danza medieval. Lo sorprendente, al menos para mí, vino después.
Por altoparlantes anunciaron que había llegado el momento de la batalla. Convencida de que no iba a ser más que una coreografía, fui con mi hijo al sector donde ya se aprestaban los caballeros medievales. "¡Chufa!", musitó él, en lo que por aquel tiempo era su máxima expresión de maravilla. Porque la recreación era todo lo realista que se podía esperar: los golpes eran reales; las armas también parecían serlo. Y empecé a temer que algún casco no fuera lo suficientemente duro. Al rato nos volvimos a encontrar con Cecilia, que algo debió ver en mi expresión: "Siempre quedan con algún moretón? Si practicasen rugby, también podrían fracturarse, ¿no?". Sonriente, tranquila. Una lady Rowena del siglo XXI.
Inmune a las viejas disputas entre alta y baja cultura, me cuenta que el amor por Monteverdi y la música barroca la llevó a sumergirse en la cultura del Renacimiento; la pasión por los libros de Tolkien, a saberlo todo sobre la Tierra Media. Y el descubrimiento de Juego de tronos (alguien, cuando para ella George R. R. Martin apenas era un nombre remoto, le dijo que se parecía a Lady Stark) acrecentó un interés por el Medioevo que venía de lejos.
Asegura que la suya no es una mirada edulcorada hacia lo que ocurrió en otro continente, tantos siglos atrás. Reconoce que, de haber vivido en los durísimos tiempos de la Edad Media, habría optado por la seguridad de los sólidos muros de un convento. Y comenta: "Leés a Tolkien y salís con el corazón lleno de luz. Leés a R. R. Martin y te cargás de violencia; querés salir a matar". Se ríe un poco; se pone seria, vuelve reír, suavemente: "Es parte de la naturaleza humana".
Cecilia Nadaszkiewicz integra la Asociación Tolkien, dirige el grupo de danzas renacentistas Ardo Liltamor (que participó en el Festival Shakespeare), estudió sastrería de época en el Instituto Saulo Benavente, es parte del grupo de recreacionismo medieval Chastel Pelerin. Me habla de una flauta traversa de madera, utilizada en la recreación de la música antigua: "Los sonidos de esta flauta vienen de hace siglos -explica-. Sonaba 300 años atrás, es una llave al pasado". Cuenta que su marido, coleccionista de monedas, una vez halló unas antiquísimas monedas medievales: "Las tocás y pensás que hubo mucha gente que las usó -se fascina-. Te preguntás cuánto pan se hubiera podido comprar con esos peniques? Son cosas que te ayudan a tomar conciencia de la permanencia en el tiempo; no somos sólo presente". Lo que la apasiona, insiste, es la idea del origen. "Me remonta a Dios, a la creación, al paso de la humanidad. Esto de que no terminamos de aprender nunca."
Vive viajando en el tiempo. Pero nunca sobrevoló el océano. Cecilia, la mujer que en una lograda imagen fotográfica parece extraída de la bruma medieval, nunca vio con sus propios ojos los magníficos castillos de Edimburgo ni pisó la tierra de donde vinieron sus mayores. No parece afectarla. Además, ya dio un primer paso: "Este mes -cuenta con alegría de niña- me saqué el pasaporte".