El Nobel, en su retorno, volvió a mirar a Europa
Polémica. Después de la suspensión del año último, el comité sueco prometía una mirada más global, pero finalmente optó por escritores del Viejo Mundo
Nunca se podrá definir con precisión qué es hoy el Premio Nobel de Literatura, si cotiza por la calidad de sus elecciones o si empieza a parecer una rezagada costumbre del siglo pasado. Representa en todo caso una tradición incluso para aquellos que lo tienen en poca estima, como se desprende de algunas enfervorizadas críticas a la reciente concesión al austríaco Peter Handke o a la propia Olga Tokarczuk, que en su país, Polonia, despierta pasiones cruzadas.
Lo único seguro es que tantos años después -empezó a otorgarse puntualmente en un lejanísimo 1901- la recompensa que viene de Estocolmo puede leerse históricamente como una novela-río por entregas. Lo prueba una de las obras más disputadas por las editoriales en 2019, The Secrets we Kept, de Lara Prescott, que narra la historia de amor entre Boris Pasternak y su musa Olga Ivinskaya, y la salida secreta del manuscrito de Doctor Zhivago de la URSS. Ese affaire político-literario terminaría con el Nobel para el gran poeta ruso que, bajo presión de Moscú, se vio obligado a rechazar el galardón de manera más o menos humillante.
La Guerra Fría, sin embargo, queda lejos. Las tensiones, hoy, son otras. ¿Tiene el Nobel la obligación de conformar a tirios y troyanos? El doble galardón anunciado hace poco más de una semana -a Tokarczuk le correspondió el de 2018; a Handke, el del año en curso- fue leído con decepción o irritación en más de un ámbito. Las declaraciones previas del nuevo secretario de la Academia Sueca, después del escándalo que derivó en la suspensión del año último, habían alentado la expectativa de que en esta nueva etapa el mayor premio literario asumiría de manera definitiva, no episódica y a cuentagotas, el papel de árbitro global que muchos le reclaman. Ocurrió lo contrario: su doble elección, tal vez reafirmada por los tiempos turbios que vive el Viejo Continente, recordó que, a pesar del universalismo algo rancio de sus postulados de origen, mira siempre primero hacia Europa.
De hecho, ni siquiera tuvo que ir a buscar muy lejos. Los elegidos pertenecen a países próximos a la propia Suecia. Los autores de lengua alemana superan la decena, pero el caso de Polonia ejemplifica mejor la tendencia a la cercanía. Si no se cuenta a Isaac Bashevis Singer (que escribió en yiddish y se le otorgó el premio en condición de estadounidense), con Tokarczuk son cinco los escritores de ese país que figuran en la lista de premiados: Henryk Sienkiewicz (el hoy semiolvidado autor de Quo vadis, best seller de principios de siglo XX), Wlasyslaw Reymont (especializado en novelas rurales) y los poetas Czeslaw Milosz (voz clave del exilio) y Wyslawa Szymborska (dicho a su favor, un hallazgo del Nobel).
Lo singular es que, a pesar de lo alto del promedio, los lectores en español de literatura polaca pueden percatarse rápido de las omisiones: no lo recibió Witold Gombrowicz (el autor de Ferdydurke, que vivió dos décadas en la Argentina), ni Bruno Schulz (asesinado demasiado temprano por un oficial nazi), ni el poeta Zbigniew Herbert (el gran candidato el año que ganó Zymborska) ni, entre los vivos, Adam Zagajewski.
El Nobel es un premio veterano y con mañas, que solo de vez en cuando se regala algún capricho genial (como ocurrió con Bob Dylan). Podría haberlo recibido ahora la caribeña Maryse Condé -la elegida de los que querían mayor presencia femenina- o el somalí Nuruddin Farah, novelista de un país arrasado y sin literatura. El dedo podría haber señalado hacia cualquier punto cardinal. Y, sin embargo, a pesar de la aparente estrechez de miras, hay algo a subrayar: si el Nobel es un premio de literatura, los elegidos de este año son desde el punto de vista literario inobjetables.
Hubo, como sí se suponía, una mujer, pero nada en Olga Tokarczuk (Sulechów, 1962) indica que se la haya seleccionado por una simple cuestión de cupo, a pesar de que su condición de feminista y militante de diversas causas, incluido el ecologismo, el vegetarianismo y la resistencia contra el ultraconservadurismo que gobierna Polonia, también la convierten en un modelo rebelde de corrección política. El galardón para Tokarczuk valida en todo caso a una autora actual, con una obra en pleno proceso. Aunque sus libros recién comienzan a llegar al español, su obra viene circulando por toda Europa desde hace pocos años con una repercusión unánime. El último, su novela Bieguni (Anagrama la distribuirá en estos días con el título Los errantes), obtuvo el Man Booker International.
Los errantes es un compendio en miniatura de la literatura de Tokarczuk, donde las fronteras y las migraciones son clave: en una libreta de viajes se van engarzando historias esbozadas, nunca del todo completas. Su obra más importante, sin embargo -según señalan los críticos europeos-, es la extensa Los libros de Jacob (2014), una novela histórica que tiene como hilo conductor los avatares de un polaco judío religioso y su núcleo de seguidores. Tokarczuk no se limita a una rigurosa trama histórica y erudita ni a un único personaje: plantea más bien un fresco donde lo fantástico es, por sobre todo, una técnica panorámica para abarcarlo todo.
También los narradores y personajes de Peter Handke (Grieffen, 1942) tienden al movimiento, a cierta manía ambulatoria, pero su arte es introspectivo. La decisión de otorgarle el premio al austríaco representa, sí, un cambio de enfoque: su defensa de los serbios en Un viaje de inviernos a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina en los años noventa, cuando todavía estaban a mano las masacres de los Balcanes, levantaron una indignación duradera que su participación en el velorio de Slobodan Milosevic en 2006 solo pudo acentuar. Con Handke -que alguna vez declaró al Nobel vetusto- se rompió la regla tácita de negar el premio, como le ocurrió a Borges, por declaraciones políticas algo más que desafortunadas.
Nadie le hubiera aventurado a Handke en sus inicios inconvenientes de ese orden (tampoco a Borges). A fin de cuentas, a comienzos de los años setenta, se había definido como "el habitante de una torre de marfil", todo un gesto romántico, frente al compromiso de la generación anterior, la de la posguerra. Sus libros exploraban la incomunicación reinante, contraponiéndole una notable descripción de los detalles perceptivos menos evidentes. Había algo fenomenológico incluso en las novelas que mostraban su fascinación por la experiencia americana, una pasión generacional que compartía con su amigo, el cineasta Wim Wenders. Carta breve para un largo adiós (1972) es una road story en que un hombre abandonado le sigue el rastro a su exmujer por la cinematográfica geografía de Estados Unidos, de la Costa Este a la Costa Oeste. Lento regreso (1979) formula la operación contraria: un aparente topógrafo que se encuentra en Alaska emprende un retorno moroso, con escalas en California y Nueva York, al país natal, aunque la vuelta propiamente dicha queda fuera de cuadro.
Al igual que Thomas Bernhard, Handke, que se radicó hace casi tres décadas en Francia, fue, a pesar de su torre de marfil, un ácido crítico de Austria y su ambigua vara frente al nazismo. Lo político podía filtrarse de manera sinuosa, como en El chino del dolor: la violencia contenida del protagonista parece secretamente inspirada en el caso de Kurt Waldheim, el político de su país que aspiraba a dirigir la ONU hasta que se descubrió su militancia nazi. Nadie hubiera considerado por entonces a Handke, a diferencia de lo que ocurre hoy, políticamente reaccionario.
El austríaco desperdigó su escritura en muchos registros (la narrativa, el teatro, la poesía), pero con los años su prosa encontró en las anotaciones, los diarios y una forma idiosincrásica de ensayo breve (Ensayo sobre el día logrado, Ensayo sobre el juke-box) un estilo que parece no claudicar ni ir a detenerse nunca. Hay una forma Handke, un modo de observación que se replica secretamente en más de un aliado temperamental (por ejemplo, W. G. Sebald). Es una de las contradicciones de la última elección sueca: por una vez señala a alguien por razones ciento por ciento literarias y las críticas arrecian por no haber prestado suficiente atención a viejos ecos políticos.