El país de los reclamos desoídos
Por Sylvina Walger Para LA NACION
Cuenta Graciela Mochkofsky, enviada especial de LA NACION durante la última gira presidencial, que luego de la emocionante ceremonia en la Universidad de Coimbra donde a Fernando de la Rúa le entregaron (después de vestirlo como a Carlomagno en el día de su coronación) el título de doctor honoris causa de tan antiquísima casa de estudios, un funcionario de los que lo acompañaban se lamentó por tener que abandonar “el elevado nivel de debate del que habían disfrutado durante la gira”. “Acá hablamos a la altura de presidentes, allá hay que volver a hablar a nivel de concejales”, dijo. “Acá hablamos de ideas sobre el mundo, allá tenemos que contestar sobre el censo”.
El quejoso funcionario no dejaba de tener razón. ¿Hay algo más patético que volver a un país cuya situación ha sido definida por el diario Le Monde como “el descarrilamiento más largo de la historia” y por The Wall Street Journal como “el choque de un automóvil en cámara lenta”? Sí, lo hay, y es la situación de los que padecemos semejante desarreglo mecánico. El funcionario olvidaba también algunos otros detalles. Uno, que el objetivo del viajecito (como el de tantos otros emprendidos por la troupe presidencial, quiero creer) era el de buscar el apoyo que tanto necesita este país y no la realización intelectual de la comitiva de turno. Otro, que a él lo contrataron (o eligieron, vaya una a saber) justamente para eso, para lidiar con esta realidad y no para enojarse como un chico que no quiere que se le acaben las vacaciones.
Pensándolo bien, si los problemas de la Argentina se redujeran al bajo nivel de debate intelectual entre los concejales que supimos conseguir y a los dimes y diretes que ocasionó el censo, no habría motivo para andar pasando la gorra entre la plana mayor de las finanzas mundiales. Me temo que nuestro funcionario de marras ni siquiera se haya dado cuenta de que lo que aquí pasa es bastante más grave y profundo.
Prebendas y ambiciones
La Argentina de hoy es un Afganistán –pre Ben Laden– donde cada tribu (llámese partido político, gobernador, gremios, sindicalistas, empresarios, estudiantes y hasta un ex presidente que estuvo detenido), más atraída por el concepto de empresa que por el de patria, quiere retener su porción de poder (obtenida por las buenas o por las malas) y no tiene la menor intención de ceder un ápice de las prebendas logradas.
El justicialismo apresura alborotado su camino hacia el poder, dándole la espalda a cualquier gesto de grandeza que signifique hacer algún aporte que le permita al país salir de esta agonía sin fin.
Mientras, temerosos de lo que ocurrirá con la reciente liberación de Menem –picardía oficial para “aniquilar” al enemigo–, los muchachos, por boca de sus principales caudillos, buscan distanciarse de su otrora jefe. Duhalde, por su parte, asegura que el hombre “ya no tiene retorno” y Ruckauf vaticina que sólo alcanzará una precandidatura.
“Menem –explicaron a LA NACION desde Don Torcuato– se va a poner por encima de esa disputa porque vuela alto como las águilas y no se arrastra como las víboras.” Poética metáfora detrás de la cual se esconde una más popular, y también más cruda, que sugiere: “al que cría cuervos le comerán los ojos”. Mientras deben cuidarse de la pareja de ucranios, de profesión ingenieros y aspecto de personajes de una película de Nikita Mihailkov, que acabaron como caseros de la ex primera familia y que hoy se han puesto a sacar trapitos al sol en los medios.
Dentro del Gobierno todavía resuena el portazo de Patricia Bullrich que perdió su interna en manos del desconocido Sartor. Un ser que participa de una dimensión desconocida –hasta ahora– de la fábula radical, a quien todo indica le corresponderá la tarea de generar aún más clientelismo, si es que esto es posible.
Su partida fue celebrada a la manera de una epifanía por las cúpulas sindicales varias, en un festejo que resumió lo mejor de la Argentina “potencia”: el machismo y el resentimiento. Resultó que era mujer y además portadora de los irritantes apellidos de Bullrich Luro Pueyrredón, un pecado mucho más grave que atender por “Papito” Ramini y “truchar” basureros tóxicos.
De Sicilia a la Argentina
El nivel de agresión al que la sometió el mercantil Cavalieri en la audición “A dos voces”, mientras trataba en vano de que su revoltosa panza (hubiera sido un festín para la doctora Rímolo) no asomara fuera de la camisa, es el que muchos varones de este país se animan a utilizar solamente con una mujer. “¿Quién sos vos Patricia, una ministra de Justicia, para meterte en nuestra vida privada?”
Tenía razón: ¿desde cuándo en este país un ministro –y de sexo femenino– le puede pedir cuentas a un dirigente sindical? Esto al margen de que la piba se las trae, y se las trajo siempre en su accidentado periplo político, que la ha llevado a convertirse en una extraña mezcla entre Margareth Thatcher y Juanita Larrauri.
De cualquier manera los gordos, y los no tanto, pueden festejar tranquilos: el boletín oficial ya publicó la resolución por la cual la dirigencia sindical ya no tiene que declarar sus bienes a Trabajo. El episodio terminó.
En la Argentina no está contento nadie, y los legisladores que no fueron reelegidos se han hecho rápido de una jubilación especial para que el cambio de vida no les sea tan brusco. No nos queda siquiera el consuelo de que a los grandes empresarios les vaya bien. Ellos también reclaman. Sin embargo, hay un reclamo que debería ser atendido, y es el de la Iglesia. Así comenzó en Sicilia, el día que la Iglesia pidió la sanción moral para los mafiosos y los corruptos con nombre y apellido. Y ese día allí comenzaron a cambiar las cosas.
lanacionar