El peronismo ante su propio ajuste
El próximo 17 de octubre se cumplirán 70 años del hecho fundacional del peronismo: la aclamación de su líder en una larga jornada que culminó con un discurso en la Plaza de Mayo, colmada de simpatizantes. Ese aniversario ocurrirá una semana antes de las próximas elecciones presidenciales, donde el Frente para la Victoria, una de las variantes del movimiento creado por Perón, es el principal favorito. Esta conjunción muestra la vitalidad de un partido sui géneris que dominó la vida política durante siete décadas. Al cabo de ese lapso cabe ensayar, una vez más, un balance de su vigencia. Hacerlo tal vez ayude a entender las razones de tantos argentinos dispuestos a prolongar esa hegemonía.
El análisis del peronismo abarca dos planos. Uno es la subjetividad de sus adeptos, que comprende motivaciones y conductas; el otro son los modos de organización y la performance del partido. La subjetividad del adepto puede asimilarse a la demanda, mientras que la organización partidaria equivale a la oferta. Acerca de la demanda podría preguntarse: ¿es hoy el peronismo un sentimiento extendido en la sociedad? ¿La gente se identifica con sus valores, sus programas y sus líderes? ¿Se mantiene una tradición peronista en las familias argentinas, se transmite su legado?
La respuesta es no. Los estudios de opinión muestran un hecho irrevocable: la identificación social con el peronismo es minoritaria. En este sentido, el peronismo es un suceso electoral antes que emocional. Un caso de oferta dominante más que de demanda convencida y activa. Se lo vota por sus resultados, no por sus principios. Las razones que llevaron a miles de argentinos a la Plaza de Mayo hace 70 años, a millones a adorar a Perón y a Evita, y a otros millones a afiliarse al justicialismo en 1983, han caducado. El votante argentino, a tono con una tendencia mundial, está desencantado con la política y mudó sus preferencias a los deportes, el espectáculo y el consumo. El amor al peronismo es una víctima de la época.
Según datos de Poliarquía de fines de 2014, sólo el 25% de los argentinos declara estar identificado con algún partido político. El 7% se inclina por el PJ y el 5% por el kirchnerismo. Eso significa que apenas el 12% del total de la población simpatiza con el peronismo, en sus dos expresiones principales. Dentro de este grupo, el kirchnerismo logra más adhesión relativa entre los jóvenes, las mujeres y la clase media, mientras que el PJ mantiene su configuración clásica: es preferido en mayor proporción por los varones, los sectores populares y los mayores de 50 años. En cualquier caso se trata de minorías intensas, nunca de un fenómeno masivo en términos sociales o geográficos. Estos datos refutan la repolitización que se atribuye el kirchnerismo.
La vigencia del peronismo hay que buscarla en otro lado. El cofre vacío del deseo peronista, aquel carisma primordial, fue llenado poco a poco por una oferta dominante. El peronismo semeja una empresa cuasi monopólica: controla el mercado político; establece la cantidad, la calidad y el precio de los productos y servicios que se ofrecen allí. Por eso no debe sorprender que sus competidores, para recuperar espacio, se mimeticen con él, acaten e imiten sus costumbres, adopten sus programas. Como el monopolio económico, la hegemonía política anula el riesgo, fortalece el conformismo, internaliza el temor, hace desfallecer la creatividad.
¿Cómo pudo llegarse a esta situación asimétrica? En primer lugar debe reconocerse que en los últimos 25 años, el peronismo contó con dos factores favorables. Uno fue el azar; el otro, la exactitud y la convicción para identificar a los destinatarios de sus políticas. La suerte consistió en que tanto Menem como los Kirchner gobernaron en décadas favorables para la economía argentina. La precisión del foco hizo el resto: ambos gobiernos, con plataformas diferentes, beneficiaron a una porción considerable de la clase media y al conjunto de los sectores populares. La fórmula fue similar: recuperación del empleo y el consumo después de crisis terminales. Resulta paradójico y da qué pensar: con neoliberalismo o con estatismo, la historia transcurrió más o menos igual. Y concluye con el mismo problema: los recursos fiscales están exhaustos. Se acabó el financiamiento genuino.
Como se comprueba, los herederos de Perón reemplazaron el carisma por la distribución, pero no lograron sustentarla. A principios del kirchnerismo, Steven Levitsky, acaso el mejor intérprete del peronismo, se preguntaba por la capacidad de éste para seguir representando a los sectores populares. Observaba que su base sindical se había erosionado, transformándose en un partido clientelista, financiado por recursos del Estado provenientes del empleo público y los programas sociales.
Sostener la oferta peronista, esa aceitada maquinaria de bienestar, implica hoy un costo insoportable para el fisco, endeudado y sin perspectivas favorables a corto plazo. Se habla en voz baja de ajuste económico, pero se omite plantear un tema tal vez más arduo y complejo: la adecuación del propio peronismo a tiempos de crisis y escasez, una prueba decisiva para prolongar o revocar su vigencia, en caso de que logre retener el poder.