El presupuesto de los pobres no tiene elasticidad
El populismo, hermano de la demagogia y la corrupción, ha comprometido la sana evolución del país y su economía. Tenemos ejemplos elocuentes en Venezuela, con la llamada revolución bolivariana, y en casa, con el kirchnerismo, que, a través de políticas populistas y casos de corrupción bajo investigación, afectó severamente la economía nacional, el respeto por las instituciones y la esencia de la justicia social.
La opinión pública entendió que el populismo no es una herramienta de progreso y bienestar perdurable y que la corrupción debe ser erradicada. Por ello votó en favor del cambio que llevaría al crecimiento y al restablecimiento de la moral pública. Después de las elecciones presidenciales la opinión pública ha seguido apoyando el cambio prometido, y la más reciente manifestación fue el voto en el Senado en favor de la solución del diferendo que padecemos con los llamados fondos buitre.
En medio de los efectos perniciosos del populismo y de la corrupción, que han traído una contracción brutal de la economía, aumento del desempleo y deterioro de la ética pública, la esperanza ha renacido con las promesas de cambio. Cabe preguntarse cuánto puede perdurar esa esperanza. Cuánta resistencia tendrán las clases populares que han vivido pendientes de la dádiva "clientelista", con necesidades básicas aún insatisfechas, sin poder alcanzar una vida decorosa y como testigos atónitos de una corrupción ilimitada.
Sin embargo, y pese al renacimiento de la esperanza, las necesidades insatisfechas se han agudizado. Según la UCA, en el primer trimestre de este año se han agregado casi un millón y medio de pobres, que se suman al tercio de la población que vive en la pobreza y a los dos millones que se hallan en la indigencia. Para qué sirven las teorizaciones económicas si ignoran la pobreza y el hambre de los más débiles como un problema inmediato. Para qué sirve el objetivo de la estabilidad y el crecimiento futuro si es a costa del sufrimiento y de la seguridad alimentaria de hoy de los más pobres. Nadie puede estar en contra de que la economía crezca y se estabilice, pero, a la vez, es difícil aceptar que sea a través del sacrificio inmediato y sin límites de los que nada tienen y nada pueden.
El presupuesto de los pobres no tiene elasticidad. Su única flexibilidad es el achicamiento y, con él, la reducción de la capacidad de compra, en particular de alimentos. Por ello restringir la demanda como herramienta antiinflacionaria hace reflexionar sobre el respeto a los derechos humanos. El derecho a una vida digna no se puede reconocer a plazos y no debería ser objeto de negociación. El derecho a la alimentación de la población por debajo de la línea de pobreza no debería estar sujeto a los plazos de estrategias económicas antiinflacionarias. La única estrategia admisible es la que no ignore hoy las necesidades vitales de la persona humana. Y cuando hablo de necesidades vitales llamo la atención sobre el respeto al derecho a la vida.
La sensibilidad social, la opción por los pobres y el respeto a sus derechos, en un Estado sin corruptos, deberían inspirarnos hoy para encontrar caminos intermedios para el crecimiento y la estabilidad sin aumentos brutales que vulneren derechos esenciales de los más débiles.
Fordham University, Universidad Jesuita de Nueva York
Juan C. Vignaud