El problema de los inmigrantes convulsiona a Europa
La ola de inmigrantes africanos y de Medio Oriente que desde hace rato apunta a Europa está generando problemas de magnitud. La Unión Europea está considerando un plan que consiste en enviar a los migrantes rescatados en alta mar, a lo que se ha denominado "plataformas de desembarque", emplazadas fuera del Viejo Continente. Una vez ubicados en dichas plataformas, se determinará cuáles migrantes necesitan protección internacional y cuáles, en cambio, migran por razones económicas, fundamentalmente y carecen de ella.
La preocupación está ahora empujada vigorosamente por el nuevo ministro del interior italiano, Matteo Salvini, un decidido opositor a la política de puertas abiertas, que acaba de impedir que un buque con 600 migrantes a bordo recalara, para desembarcarlos, en puertos italianos. La propuesta genera temores en el sentido de que de pronto esas plataformas se llenen de personas que no están en condiciones de seguir en dirección a Europa, pero que tampoco pueden volver a la que fuera su residencia.
Algunos, en cambio, postulan la necesidad de establecer un sistema de cuotas entre todos los miembros de la Unión Europea, así como definir con precisión cuáles serán las obligaciones de los Estados a los que los migrantes ingresan, respecto de ellos.
Aparentemente se está estudiando la posibilidad de establecer esas plataformas tanto en Túnez como en Albania.
Mientras tanto, el mencionado Matteo Salvini, ministro del interior de Italia, avanza con una propuesta de censar a todos quienes residen en Roma, para determinar así quiénes, por su situación de ilegalidad, enfrentan el riesgo real de ser deportados. Salvini fue responsable de haber tomado la decisión que impidió que el buque "Aquarius" desembarcara refugiados en Italia, los que finalmente desembarcaron en España. El 58% de los italianos está de acuerdo con esa decisión, evidentemente cansados de la ola de inmigración norafricana que -creen- amenaza con lastimar su identidad.
Otro de los países "duros" en materia de inmigración es Hungría, cuyo Parlamento acaba de considerar un paquete de normas en virtud de las cuales cualquier ayuda a los refugiados puede transformarse en un acto criminal, penado con prisión de hasta un año. Ello parece claramente excesivo y, más aún, inhumano.
Recordemos que el gobierno húngaro tiene un conflicto abierto con el millonario George Soros, al que acusa de querer "inundar" Europa de inmigrantes. Soros responde que esa acusación es simplemente fantasiosa.
Recordemos que el gobierno populista húngaro ha estado, desde hace meses, siendo observado de cerca por las autoridades comunitarias europeas, que no ocultan su preocupación por el debilitamiento de las instituciones democráticas en Hungría. Ahora la posición irreductible del italiano Matteo Salvini se agrega a la desconfianza que genera en Bruselas el gobierno húngaro.
Transformar conductas como la de suministrar alimentos o ropas a los refugiados u ofrecerles de pronto techo, no deben ser criminalizadas. Pero lo cierto es que la extrema derecha ha hecho de la oposición a la inmigración una de sus banderas centrales que, por lo demás, recibe apoyo más allá de aquellos que militan en ese rincón intemperante de la política europea.
Queda visto que el tema de la inmigración es una de las preocupaciones centrales europeas y uno que, por sus distintos impactos, está todavía muy lejos de haber sido resuelto.
En paralelo, el gobierno de Donald Trump acaba de corregir la decisión deplorable de separar a los niños refugiados de sus padres, concentrándolos en puntos distintos, con frecuencia emplazados en lugares alejados el uno del otro. Esta decisión debe ser aplaudida, pero no permite olvidar el trasfondo inhumano sobre la que previamente se edificó la política de separar a padres e hijos.
La comunidad empresaria norteamericana no vaciló en calificar a la política del presidente Trump, antes de que fuera corregida, de una falta de sentimientos, cruel e inmoral.
La decisión final de Donald Trump coincide con la cuota de generosidad que, por décadas, ha caracterizado a la política exterior norteamericana, pese a que por la larga frontera que separa a los Estados Unidos de México, siguen llegando incesantemente miles de centroamericanos, desde países como El Salvador, Honduras o Nicaragua, huyendo de la violencia doméstica sembrada por las "maras" y otros grupos violentos.