El prójimo desconocido
NUEVA YORK.- Las mujeres fueron las primeras en notarlo. En los últimos tres meses, los Estados Unidos han experimentado un cambio cultural, a la vez sutil y profundo. Los hechos del 11 de septiembre han reducido la ancha divisoria de clases de los años 90.
La mejor anécdota ilustrativa que conozco la relató Peggy Noonan, columnista de The Wall Street Journal , poco después de la masacre. "El viernes 14 de septiembre, fui con unos amigos al área de parada sobre la Autopista West Side, por donde pasaban todos los camiones llenos de tipos que salían de un turno de doce horas de trabajo en el lugar de las explosiones -escribió-. Eran hombres fornidos, rudos, la tropa de la ciudad: electricistas, obreros de la construcción, policías, paramédicos de emergencia, bomberos. No hicimos otra cosa que ovacionarlos [...]. De pronto, miré a mi alrededor, a todos los que los aclamábamos, y vi quiénes éramos. ¡Banqueros de inversoras! ¡cirujanos! ¡Editores de revistas! Habíamos sido los reyes y reinas de la ciudad, profesionales respetados en una ciudad que respeta a su clase profesional. Y esta noche no éramos nadie. Éramos tan inútiles que lo único que podíamos hacer era aplaudir a la gente importante, a los obreros que, a diferencia de nosotros, habían recibido pocos aplausos en su vida. Y ahora estaban salvando nuestra ciudad."
Si acaso hubo una crisis social profunda en los Estados Unidos de este fin de siglo paradisíaco, fue la difícil situación de la clase trabajadora. Por debajo de la superficie, se percibía la tensión creciente, a medida que la economía global desplazaba a muchos trabajadores manuales bien remunerados, los inmigrantes competían por bajar los salarios y la brecha entre ricos y pobres se ensanchaba hasta que unos y otros se perdieron de vista.
Hace unos meses, escribí un comentario sobre la batalla épica entre una dama consentida de la alta sociedad de Manhattan y los vecinos de un lugar de veraneo cerca de Nueva York. La dama en cuestión tuvo un accidente con su auto e hirió a varios lugareños, a los que calificó de "gentuza blanca". El choque y la consiguiente acción judicial parecían simbolizar una divisoria social insalvable -de dinero, gusto, clase y estilo de vida-, cuyo epítome era la ciudad de Nueva York.
Esta división empeoró al colapsar las instituciones que en otro tiempo habían dado vida y significado a la clase obrera norteamericana: los gremios, las iglesias y el viejo Partido Demócrata. En las últimas elecciones, los demócratas se convirtieron en el partido de algunos norteamericanos de clase obrera, pero, de modo más concluyente, de la nueva fuerza laboral (población urbana de clase alta y media alta, feministas y las minorías raciales más amargadas): industriales millonarios y sus prósperos empleados.
Los nuevos héroes
Además de engañar a la clase obrera en algunos aspectos, le dejaron cierta sensación de futilidad cultural. Todo el prestigio social quedó reservado para los pioneros de Internet, los monstruos de la biotecnología, los astros mediáticos, los deportistas famosos, los abogados, los periodistas y otros miembros afortunados de los altos círculos intelectuales y sociales. La tropa de trabajadores manuales, policías, bomberos, empleados públicos, mineros del carbón y obreros petroleros no sólo recibió la peor parte en cuanto a prestigio social: fue ridiculizada permanentemente como intolerante, sexista, xenófoba y homófoba.
Exageraría si dijera que ha habido un cambio profundo en todo esto. Los hechos del 11 de septiembre no acabaron con la economía global, la importancia de la tecnologia y las habilidades intelectuales, la disparidad entre ricos y pobres. Sí modificaron el talante, en forma decisiva. De pronto, se diría que las masas que desempeñan oficios fatigosos y menospreciados pueden hacer un aporte no sólo útil, sino también importante. Todos los días, The New York Times publica una veintena de necrológicas breves de bomberos, secretarias, porteros y empleados asesinados en las Torres Gemelas.
Ante esto, los yuppies , empresarios cibernéticos, bebedores de Starbucks y ejecutivos de marketing han debido asumir una especie de humildad, mitad purga de pasados excesos, mitad recordatorio de la solidaridad actual. No es una denuncia del capitalismo o sus éxitos extraordinarios de los últimos veinte años. Tampoco significa que sea fácil erradicar las disparidades inevitables entre ricos y pobres, en una sociedad vibrante y móvil. Sí implica recordar a los norteamericanos que la desigualdad económica no tiene por qué entrañar siempre la condescendencia o la incomprensión mutua que prevalecieron en el pasado reciente.
A mi juicio, el que mejor expresó esta solidaridad social fue el caricaturista Scott Adams, creador del personaje Dilbert, un hombre común, una pieza en el engranaje de la gran empresa, que soporta las indignidades cotidianas con humor y capacidad de recuperación. En su boletín de Dilbert, Adams dijo: "He escrito y rehecho esta sección una docena de veces. Mi problema es que, por mucho que escriba, sigo reduciendo todo a un mismo pensamiento: en estas fiestas, mientras nosotros reímos, comemos, salimos de compras y disfrutamos de la compañía de familiares y amigos, nuestros soldados estarán en Afganistán arriesgándolo todo por nosotros. Algunos no volverán. Los demás nunca serán los mismos de antes. Todos han ido voluntariamente. Piensan que vale la pena hacerlo por nosotros. Demostrémosles que tienen razón".
En el nuevo estado anímico de tiempos de guerra, inclinado a la igualdad civil, muchos norteamericanos tratan de hacer precisamente eso.