El retrato de Garay
"¡Haga patria, compre un cuadro!": tal pareció ser la consigna que guió los nobles espíritus del arte durante las últimas semanas, desde que se dio a conocer la noticia de la venta del retrato de Juan de Garay, el segundo fundador de Buenos Aires.
Hasta entonces rara vez se había hablado públicamente del retrato de Garay, que durante muchos años acompañó las oraciones de los monjes en un lejano convento de Santa Fe. Pero días atrás la pintura salió del anonimato y fue presentada en sociedad por la casa de remates Roldán, antes de ser vendida en subasta pública al precio de cien mil dólares.
Desde luego, el corpulento señor de barba y armadura que viajó de Santa Fe a Buenos Aires no era un hombre común y corriente, sino un aventurero que dejó su España natal para buscar la gloria en el Nuevo Mundo. Su oficio: fundador de ciudades.
Aunque, pensándolo bien, tal vez el valeroso hidalgo del retrato no fuera en realidad Juan de Garay, sino más bien su yerno, Hernandarias, como han sugerido algunos historiadores.
Y aun queda una tercera posibilidad, presentada sin temor al escarnio por un puñado de observadores escépticos: según ellos, el hombre de la pintura no es ni Garay ni Hernandarias, sino algún otro personaje desconocido, cuyo oscuro peregrinar por tierras americanas habría escapado a los registros históricos.
La mejor elección
Esta última versión, que transformaba el retrato histórico en una mera foto de cumpleaños, que reducía la gloria de los conquistadores a una pintura sin brillo ni fama, fue desestimada sin vueltas por los encargados de la subasta. Dadas las tres opciones, la casa de remates eligió resueltamente la más atractiva y provechosa, que daba por cierta la de que se trataría de Garay.
Claro que los vendedores tenían una cantidad de elementos de juicio que sostenían su caso y legitimaban su versión. Hoy no se conoce ninguna otra pintura de Garay, por ejemplo. En aquellos tiempos primigenios de tierras ásperas y hostiles, cuando los españoles venían resueltos a dominar o morir, los artistas plásticos eran un bien bastante escaso, pues resultaban más apreciados la determinación y el coraje que la sensibilidad y la sutileza.
Por otra parte, es de lamentar que por entonces no se conocieran los ahora abundantes paparazzi, hábiles fotógrafos que hubieran seguido de buen grado, al galope y cámara en mano, a los agitados fundadores de ciudades. Si hubiera sido por ellos, hoy todo el mundo conocería el frente y el perfil de Juan de Garay, y no habría más discusiones.
También se han hecho públicos ciertos documentos que parecen sustentar la autenticidad de la pintura. Se conocen, pues, papeles y más papeles que prueban y confirman cómo el retrato fue pasando de mano en mano con el correr de los años, a través de distintos dueños que aseguraron tener en su poder la viva imagen del audaz conquistador.
Pero la mirada hacia el pasado que ofrecen esos documentos se interrumpe abruptamente cuando se retrocede hasta el año 1877. Hasta allí se puede desandar sin problemas la línea sucesoria, la cadena de propietarios del retrato. Sin embargo, lo que ocurrió antes de esa fecha es algo incierto. Sólo se insinúa que la pintura había pasado largo tiempo en las paredes del Convento de San Francisco, en la ciudad de Santa Fe. ¿Cuánto tiempo estuvo colgada ahí? Nadie lo sabe. ¿Cómo llegó al convento? No hay respuesta. ¿Quién fue el primero que gritó: "Es el conquistador Juan de Garay"? Algún entusiasta de la historia colonial, quizás.
Pasaron los años y la autenticidad del retrato pasó a ser una creencia irrefutable, una cuestión de fe, una especie de dogma histórico. Es cierto que cada tanto se desataban discusiones eruditas que hacían tambalear la historia del cuadro. De todas formas, por falta de pruebas en contra, prevaleció la opinión general de que la persona del retrato era Garay y ningún otro.
Si jamás se supo en forma concluyente la identidad del individuo retratado, menos aún se ha conocido el nombre del artista que lo llevó a cabo. No ha quedado el menor rastro del pintor. Ni una firma, ni una marca, ni una pincelada reconocible por ojos expertos.
Anonimato
De manera que el retrato que se vendió la semana última en Buenos Aires ha resultado anónimo por donde se lo mire: no se sabe quién lo hizo ni quién lo encargó. Ni siquiera se sabe cuándo fue realizado, pues las fechas que se fueron barajando en los últimos días se balanceaban caprichosamente entre los siglos XVI y XIX.
La pintura tampoco tiene valor estético alguno, según reconocieron los propios interesados en su venta.
Al fin de cuentas, la obra no decía nada, no enseñaba nada. No era ni arte ni historia. Pero todos querían poseerla, convencidos y subyugados por la atracción del enigma. La pedían varios organismos oficiales y la reclamaban diversas entidades culturales de Buenos Aires y Santa Fe, angustiadas por la posibilidad de que la imagen del prócer fuera comprada por alguna institución extranjera. Después de tanto trámite, la hizo suya un coleccionista argentino, Rubén Dapena, que prometió dejarla en el país.
Por una afortunada combinación de leyenda e interés, el retrato pasó del anonimato al estrellato, de la nada al absurdo, de cero a cien mil dólares.