El retrato de la felicidad
PARIS.- EL debate de ideas de este verano en Francia tiene características efectiva o aparentemente estivales. Su tema: la felicidad. Dicho debate ha sido lanzado por el novelista y filósofo Pascal Bruckner, que en su libro L´euphorie perpétuelle ( La euforia perpetua) se rebela contra la felicidad obligatoria de la sociedad de consumo. En síntesis, Bruckner, ex alumno de Roland Barthes y ex colaborador de Alain Finkielkraut, sostiene lo siguiente: la sociedad actual nos vuelve ansiosos al provocarnos una obsesión invasora, la del deber de ser felices. Nuestro hedonismo se relaciona con el slogan publicitario y la economía de mercado: hay que gozar enseguida, ya, sin espera, pero también sin contentarnos con el bienestar obtenido y aspirando a un mejor-estar que hace retroceder la felicidad a medida que multiplicamos los medios para conseguirla.
Un hedonismo impuesto que nos condena a la insatisfacción (recordemos la vieja frase sobre que lo mejor es enemigo de lo bueno), pero que tuvo, pese a ello, un nacimiento prestigioso. Al renunciar a la idea de salvación en el otro mundo, el Iluminismo y la Revolución Francesa inventaron la del derecho universal a ser felices aquí y ahora. Pero al desaparecer la sacralidad de los gestos cotidianos surgió el aburrimiento. La trivialidad triunfó con el advenimiento de la Revolución Industrial, creadora de lo que Pascal Bruckner llama "el hombrecito".
Sin embargo, no por considerar a la burguesía como la clase mediocre por excelencia, este autor básicamente descontento defiende a los llamados "cruzados de la intensidad", esos "místicos de los puntos culminantes" que, como Sade, Nietzsche o Rimbaud, sólo ven la vida como una "carrera sobre las cumbres", ni tampoco a los adeptos del desarrollo personal, de las terapias cognitivas, esos para los cuales existen técnicas que nos permitirían vivir como gigantes, en una suerte de éxtasis permanente. Para Bruckner, estas ideas que desembocan en la deshumanización dan por resultado los regímenes totalitarios, el nazismo, el culto de la masacre.
¿Entonces? Entonces, que nos dejen tranquilos con nuestras dichas discontinuas, dice Bruckner, con nuestras "largas playas de silencio, caídas brutales, momentos de estupidez y de deserción con respecto a nosotros mismos y hasta a nuestros seres más próximos". No se trata de volver al Viejo Mundo de lo sagrado, sino de adoptar una actitud intermedia que limite el "terrorismo de la felicidad", esa nueva dictadura de lo tonto y lo ridículo, esa ilusión compartida por toda una época y toda una sociedad que nos hace creer colectivamente en la felicidad como en una forma de salvación laica. André Breton hablaba de los "momentos nulos" de la vida, que el surrealismo rechazaba. Bruckner nos aconseja aceptarlos para no caer en la trampa de lo que gentilmente define como "hedonismo pegajoso" y "felicidad inmunda".
Estoicos y libertinos
En su número de julio y agosto, el Magazine Littéraire recoge el guante lanzado por Bruckner y nos invita a un recorrido filosófico-literario sobre el tema de la felicidad. Michel Onfray, filósofo hedonista, se remonta a su propia "biblia", las Vidas de filósofos ilustres , de Diógenes Laercio (siglo III de nuestra era), diciendo que Diógenes, cuya filosofía es un "arte de vivir", se formula la única pregunta llena de sentido: "¿cómo vivir felices?". A partir de allí, Onfray estudia las distintas escuelas helénicas o romanas: los eudemonistas, que incluyen a los estoicos y a los epicúreos, y los hedonistas, entre los que se cuentan los cirenaicos y los cínicos. Para los primeros se trata de la extinción o de la "dietética" de los deseos; los segundos, opuestos a la rarefacción de estos deseos, defienden su realización o, mejor aún, su celebración. Pero todos coinciden en que lo esencial consiste en una buena vida, y que conseguirla es un problema de voluntad y decisión.
Otros artículos del mismo número describen la respuesta libertina del siglo XVIII al gran imperativo voltairiano: "El único asunto que debe interesarnos es vivir felices"; respuesta que presupone un "cálculo de las delicias", un sometimiento de la pasión a la exigencia metódica. En el seno del mismo siglo también hubo notables diferencias entre un marqués de Sade, que concebía la felicidad como transgresión, y un Rousseau, que la pensaba como un acuerdo con la naturaleza.
¿La felicidad de los filósofos y los psicólogos? Kant la considera tan subjetiva, tan como "un ideal no de la razón sino de la imaginación" que, prudentemente, opta por dejarla librada a su propia vaguedad. Schopenhauer, por el contrario, aparece como un economista de los placeres y del sufrimiento: ser feliz es no sufrir. Lo opuesto de Nietzsche, que, impaciente por intensificar todas las posibilidades de la vida, no imagina la felicidad sino al término de un combate por superar las contradicciones, es decir, no como una búsqueda de seguridad sino después de una confrontación con el dolor. Felicidad del coraje que contrasta con el pesimismo de Freud, para quien la posibilidad de ser felices está limitada por nuestra constitución. Con todo, si nuestro aparato psíquico y físico y nuestras relaciones con los otros pudieran modificarse, entonces el principio del placer, finalidad de la vida, tendría más ocasiones de cumplirse.
De Stendhal a Freud
Entre los escritores, Stendhal hace vivir a sus personajes como a verdaderos "cazadores de la felicidad", actividad que construye sus caracteres, mientras que para Flaubert las tres condiciones necesarias para ser feliz son "ser tonto, egoísta y tener una buena salud". Una definición a la que el Gide de los Nuevos alimentos , cuarenta años después de los éxtasis panteístas de Los alimentos terrestres , se opone diciendo: "Mi felicidad es aumentar la de los otros. Necesito la felicidad de todos para ser feliz", y a la que tampoco podrían haber suscripto el conyugal Jacques Chardonne (sobre cuya novela Les destinées sentimentales se acaba de estrenar una larga y lenta película que alaba el amor de los esposos), ni el sin embargo stendhaliano Jean Giono, que exalta en sus personajes la "loca felicidad", pero para quien la dicha personal era sencillamente sentarse a escribir ocho horas diarias fumando su pipa, a salvo de ese gran impedimento para la literatura que es la pasión.
De lo anterior se desprendería que hay tantas felicidades como seres, y que acaso el modo de encarar el tema resulten las minúsculas: no la Felicidad con una enorme F, sino las relativas y plurales felicidades a las que humildemente nos predisponen nuestra "constitución", como diría Freud, y nuestra edad, como lo comprobó André Gide cambiando de felicidad cuarenta años más tarde. Al respecto recuerdo un cuento del desaparecido Marco Denevi sobre una mujer de un barrio porteño que decide llamarse un día Félicité de la Bonnecarriére. Para ella, que nunca había tenido auto, la felicidad consistía en apoyar el antebrazo bronceado en el marco de la ventanilla mientras la velocidad le alborotaba el pelo. Si para Nietzsche consistía en un combate y para Schopenhauer en no sufrir, la dicha de la conmovedora Madame de la Bonnecarriére me parece lo bastante lícita como para ocupar un lugar en este recuento, por "obligada" o hasta "inmunda" que parecer pueda.
Ahora bien, como no se puede hablar del tema sin que se nos alboroten ya no el pelo sino las ganas de expresarnos, he resuelto contribuir al debate de este verano francés con una descripción personal, la de mi propia félicité .
Digamos pues, ante todo, que no la encuentro tonta como Flaubert sino natural como Rousseau. Es una felicidad contemplativa acompañada por otra de carácter activo pero no stendhaliano, en la que se trata menos de cazar un hecho feliz que de encontrar la clave de un enigma. Ambas son claras y frescas, ambas tienen que ver con entender , pero la primera tiende a revelar algo más afectuoso, vago o extendido, y la segunda, un misterio concreto.
Decididamente, el debate lanzado por Pascal Bruckner tiene la ventaja de replantear una definición imposible en términos absolutos, pero posible y deseable para cada uno. Quizás al encontrar la propia definición lleguemos a la conclusión de que esta sociedad jamás pensó en obligarnos a ser felices sino sencillamente a consumir, y el simple hecho de ajustar el sentido, que a Bruckner por momentos se le desliza un poco, nos habrá sido útil para lograr lo que sí tenemos derecho a obtener: una felicidad que se nos parezca como nuestro propio retrato.
El último libro de Alicia Dujovne Ortiz es la novela Mireya (Ed. Alfaguara).