El Riachuelo es un boom ecológico
Pasé parte de mi infancia con perfume a Riachuelo, aunque aprendí después a distinguir el perfume de los vinos y las ostras. Nací en la calle Wenceslao Villafañe, a media cuadra de la Vuelta de Rocha. No soy menos que el tipo que nació en Avenue Foch o en Park Avenue : todos nacemos en el Universo.
Desde la vereda alta de la casa podía ver los mástiles y los cascos de los barcos. Me llevaban en brazos a la orilla a verlos llegar y partir o echar anclas. La autorreferencia es modesta y puede permitírseme.
Hace sesenta años escuchaba ya historias acerca de que del Riachuelo se podía sacar agua para el mate. Y que los marineros de los remolcadores se bañaban en cubierta cargando baldes de su cauce. Todavía Greenpace no había decidido contrariar el refinado y sustentable desarrollo humano. Los habitantes de la Boca fantaseaban: hasta decían que en el recodo frente a la Isla Maciel se pescaban dorados transparentes como peces de acuario. Es una tentación la nostalgia: es un recurso salvador que les permite a los mayores creer que antes fueron más felices. El olor, el hedor, la suciedad del Riachuelo son antiguos. El 12 de julio de 1930, cuando un tranvía colmado de trabajadores cayó desde un puente en Barracas y se hundió en el agua, costó rescatar los cadáveres menos por la niebla que por la turbia suciedad del río. Cuando vino a la Argentina el presidente italiano Sandro Pertini en los años ochenta, lo llevaron a conocer Caminito. Se hicieron bromas acerca de que a Pertini, cuando aspirara la espuza del Riachuelo, iban a tener que reanimarlo con máscaras de oxígeno. Iguales bromas fáciles corrieron veinte años después cuando en los noventa se anunció que en mil días el Riachuelo sería como el Támesis o como un canal de Amsterdam. Los que lo prometieron son ricos y los pobres siguen pobres sin ver que se haya cumplido la promesa. Los medios cíclicamente anunciaban una nueva cruzada purificadora. Pero también cíclicamente la abandonaban porque el público sediento de otros espectáculos siempre quiere ver una miserabilidad más exótica.
Ahora el Riachuelo vuelve a ser noticia: es un juego crónico en que los que no viven cerca hacen como que les importa que se limpie y vuelva a ser río en vez de zanja. Los argentinos creemos de nosotros tantas cosas. Cuanto más cómodo es el lugar desde el que pensamos, más nos creemos lo que no somos. Digo esto por cuenta propia: no me considero distinto. Por ejemplo, para no pocos, si Evo Morales en vez de indígena hubiera sido jeque, no hubiera hecho lo que hizo. En Arabia Saudita o en Kuwait nadie nacionaliza los bienes de familia.
De modo que no me intriga por qué no se reivindicó nunca el Riachuelo. Tampoco se reivindican las villas de emergencia ni sus residentes se mudan a Nordelta ni a un club de campo.
Porque a sus orillas medran fábricas o industrias que lo usan de letrina rentable, y porque allí no vive gente que puede elegir de residencia un lugar ecológico, y porque a su vera sobreviven compatriotas anclados en la napa freática y en lo profundo de la vida.
Al Riachuelo se lo cruza en auto por los puentes. Y desde arriba tiene la belleza de un cuadro. O la inocencia estética de una maqueta.
Cuando hay plata se limpia cualquier cosa: hasta un prontuario. Miren cómo se limpiaron las aguas de Puerto Madero derivadas del Riachuelo. Y si el paisaje elegido adolece de un mal se lo mejora.
¿Qué? ¿Hay que hacer infraestructura, rutas, plantaciones de árboles, diques, costaneras, puertos para amarras, parque con gimnasio, solarium y canil con ducha tibia para perros? Se hacen. La política no se comporta de otra forma que como se comportan el mecanismo y el sistema: gobierna de arriba hacia abajo. Y así funciona.
Para que el Riachuelo esté arriba tiene que ponerse de moda. Convertirse en un boom inmobiliario.
Entonces los de abajo tendrán que emigrar a otra zanja.