El riesgo de ir hacia un nuevo default
El país no debería aferrarse sólo al crédito externo para cubrir el déficit público; es necesario que la sociedad tolere reformas estructurales que permitan llegar al equilibrio fiscal a través de la inversión
Si la oposición y la sociedad no toleran las reformas que propone el Gobierno, y éste no tiene éxito en su nada sencillo cometido de lograr el equilibrio fiscal a través de la inversión, el país corre el riesgo de iniciar un proceso que conduzca a un nuevo default. Esto sucedería si el país se aferrara sólo al crédito externo y no enfrentara las reformas imprescindibles.
Veamos: la industria argentina no es competitiva en términos internacionales. ¿Cómo puede ser competitiva si tributa la carga impositiva más elevada de América latina y paga los salarios en dólares más altos de la región? Mucho más altos que los de México y Brasil, países que producen bienes equivalentes con un parque industrial más moderno. Para colmo, opera en un país con una infraestructura obsoleta y una logística cara –sindicatos por medio–, lo que la torna aún menos competitiva.
Pagar los salarios más altos de la región debería ser motivo de orgullo, y es entendible que los sindicatos y cada sector de la sociedad se aferren al nivel de consumo alcanzado (aunque se haya logrado con la soja y los productos de exportación en otros valores). Sin embargo, por las señaladas limitaciones competitivas, la industria argentina sólo puede colocar sus productos en el mercado interno. Esto no obedece a que los argentinos sean malos empresarios, a que no invierten ni a que sólo sobrevivan con la protección del Estado. Es a la inversa: sobreviven a pesar del Estado.
La importancia del mercado interno es vital para preservar el empleo. Si en la Argentina se cae el mercado interno, la industria nacional colapsa y se ve obligada a despedir trabajadores, y así el país entra en una profunda crisis social, económica y política.
El drama es que el país no dispone de recursos para mantener activo el mercado interno. Lo que la sociedad produce en valor no alcanza para sostenerlo. No hay que olvidar que los capitales que mueven la economía provienen fundamentalmente de la exportación de productos primarios –soja, minerales, que no tienen los valores de otros tiempos– o de bienes industriales de baja complejidad en régimen de intercambio con Brasil.
Financiar el consumo con emisión desembocaría en hiperinflación, y de nuevo, el país se enfrentaría a la tragedia. La única alternativa que queda es recurrir al crédito externo. No sólo para este gobierno. Para cualquiera al que le toque conducir el país.
Para esto, es imperativo arreglar con los holdouts. El crédito externo permitiría año tras año mantener la economía en funcionamiento y a la industria local en actividad. Sin embargo, el crédito para sostener consumo es como la droga: una vez que se entra, cuesta dejarlo. Y acaba como una bola de nieve que crece y se torna imparable.
Así, la deuda crece acumulativamente año tras año. Al aumentar en volumen respecto de la capacidad de repago, el ratio se deteriora. En consecuencia, las tasas de interés suben, lo que, a su vez, va tornando cada vez más difícil la devolución de los préstamos.
Los prestadores se ven impedidos de exigir perentoriamente la cancelación de las deudas porque son conscientes de la incapacidad fáctica de hacerlo. O sea que nuevos créditos –por montos mayores y a tasas más altas– reemplazan a los que vencen.
En este contexto, intelectuales enrolados en el anticapitalismo comienzan a presionar a la clase política –aduciendo usura, explotación, irresponsabilidad de los organismos internacionales de crédito– para que el país repudie las deudas. Plantean, además, que el dinero se usó para corrupción, que en muchos casos ni siquiera entró al país –lo cual es cierto, porque se usó para cancelar otros créditos–, que las finanzas no pueden estar por encima del hambre del pueblo. Se preguntan: ¿dónde están las obras que supuestamente deberían haberse hecho con esas fabulosas sumas? No se dan cuenta –o no quieren darse cuenta– de que el dinero se usó para pagar sueldos, evitar despidos y sostener consumo.
Voceros en esa dirección y de variados pelajes no faltarán. Recuérdese que fue el propio Alfonsín uno de los primeros en sugerir el último default no bien el gobierno de la Alianza llegó al poder. Y la sociedad, naturalmente, "compra" estas posturas, aparentemente más benévolas que la alternativa de tener que pagar las deudas a costa de la restricción de todos. En este escenario, a cualquier sector político se le hace difícil ir a contracorriente de la sociedad. Si la opción es créditos o despidos, las voces más fariseas suelen ser las que se rasgan las vestiduras por el endeudamiento y a la vez no admiten una sola cesantía en la función pública.
Llevará tiempo llegar a una situación de insolvencia, ya que el nivel de endeudamiento externo es hoy relativamente bajo. Pero en una década se puede perfectamente arribar a ese triste destino. Tampoco es seguro que vaya a suceder. Ojalá que no suceda. Pero es tal vez la opción más probable si la sociedad no acepta que debe reducirse el Estado –léase: una sensible disminución de la planta de funcionarios– para que bajen los impuestos, haya rentabilidad en los negocios y llegue la inversión, único instrumento para salir del estancamiento, aumentar el ingreso y combatir la pobreza.
Cuesta hoy imaginar una alternativa que le permita al país romper este círculo vicioso, porque no bien despunta un potencial productivo la sociedad se toma para sí ese plusvalor, como ocurrió con Vaca Muerta. No se plantea: "Vamos a resguardar este activo para repagar las deudas".
Toda vez que se intentó abrir el mercado interno para modernizar el país e integrarlo al circuito mundial, el resultado fue inverso al esperado. Se logró así desprestigiar –con el mote de neoliberal– cualquier programa que desde lo teórico pretendiera poner racionalidad en la economía del país.
A raíz de tener que sostener vía impuestos elevadísimos la pesada carga de un Estado elefantiásico e inoperante, a la producción nacional le será muy difícil competir algún día con el resto del mundo, donde los países se empeñan en mejorar su productividad.
Será muy arduo modificar esta circunstancia sin mediar una sustantiva reducción del gasto público, o sea, suprimir empleo estatal, algo siempre resistido por las respectivas oposiciones y por la sociedad en general, ya que también por este sendero se produciría una contracción en los primeros años.
Resulta infinitamente más ventajoso en términos políticos iniciar el camino del endeudamiento que hacer los dolorosos ajustes. Es probable que, si se da, la escalada del crédito no sea un proceso lineal. Se matizaría con un poco de emisión monetaria y con algunos activos, como el litio o la resurrección de Vaca Muerta, que el país pueda conseguir en el camino para mantener el consumo.
Los préstamos al país no están supervisados por un ente centralizado. Provienen de distintas fuentes: organismos multilaterales de crédito (el BID, Banco Mundial, FMI, Club de París, CAF), países, bancos privados, empresas proveedoras de equipos o servicios, entre otros. No hay un órgano fiscalizador que advierta que se aproxima un punto sin retorno. Es el mercado, a través de las calificadoras de riesgo, quien hace esa advertencia, ajustando tasas al alza y agravando la situación del deudor. No existe un tutor, el que debe autocontrolarse es el deudor, o sea, el país responsable y soberano.
Exculpo a la nueva administración de cualquier responsabilidad en este difícil trance y del camino al que se vea obligada a seguir. Y si bien se trata de un problema crónico, cargo las tintas en el último gobierno, que recibió el país con superávit (el único genuino en 70 años) y que podía haber evitado la calamitosa situación fiscal de hoy si hubiera tenido una pizca de grandeza. En cambio, sólo mostró hipocresía y egoísmo.
Un capítulo especial en esta historia le cabe a la sociedad argentina, que condiciona y limita el proceder de las clases dirigentes. Escaldada por tantos fracasos, pareciera que se conformara con una suerte de kirchnerismo con buenos modales, aunque se camine a un nuevo default. Y cuando vienen las consecuencias, o sea, las crisis, la juega de víctima y señala a la clase política y a los empresarios (que, por supuesto, no son "angelitos") como los causantes de sus desgracias.
El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política