El síndrome Le Pen
MONTEVIDEO.- Cuando Jean-Marie Le Pen perdió por lejos en la segunda vuelta, "Europa respiró aliviada", se dijo. El ultraderechista candidato francés obtuvo sólo cinco millones y medio de votos. ¿Sólo? Si uno recuerda un documental en el que Hitler aparece hablando en un parque de Munich, allá por 1921, ante seis o siete locos como él, cinco millones y medio no son tan pocos.
Tras Le Pen, vino la arremetida de los holandeses: la ultraderecha que lideraba el asesinado Pim Fortuyn ganó 26 escaños en el Parlamento. No tenía ni uno. "Hay que parar al neofascismo", clamaron los gobiernos democráticos europeos, con los derechistas gobiernos de España e Italia a la cabeza. Los inmigrantes y la inseguridad fueron las banderas de la ultraderecha, se decretó.
Leyes de extranjería
A partir del amago de Le Pen, las leyes, medidas y reuniones sobre los inmigrantes ilegales se suceden y multiplican. Alemania ya tiene sus severas leyes antiinmigratorias; Dinamarca ha aprobado la suya y lo mismo hace Italia, que les va a tomar las huellas digitales a todos. En España consideran la posibilidad de endurecer la ley de extranjería: les parece muy blanda y Aznar quiere algo más contundente y común a la Unión Europea. En estos días los ministros del Interior de los Quince tratan el tema. Se habla de sancionar a los países que faciliten la inmigración ilegal a Europa. ¿Qué pretenderán? ¿Que no dejen salir a los ciudadanos de sus países? ¿Algo así como en Cuba?
Le Pen se sentirá satisfecho. "Están haciendo lo que yo decía y predicaba", dirá ufano. En cierta forma, lo que ocurre en Europa recuerda a los golpes de Estado en América del Sur, que se daban "para salvar la democracia y la libertad". Pero el problema es anterior a Le Pen: Le Pen no lo inventó, sólo se aprovecho de él. La ultraderecha explota la xenofobia ya existente, reforzada hoy por una mayor inseguridad y alguna competencia mínima de vendedores ambulantes y de mano de obra que se ocupa de tareas que a los europeos, además, no les gusta hacer.
Los europeos más que por los inmigrantes deberían estar preocupados por el crecimiento de ese fenómeno de xenofobia. Sobre todo por sus antecedentes. Hace mucho que las bandas de jóvenes neonazis persiguen a los turcos en Alemania, que en Holanda el desprecio por los extranjeros es notorio entre la clase media y que en España se cierran las puertas a quienes peyorativamente llaman "sudacas". Eso se siente y se vive muchas veces cuando se visitan países europeos.
Los casos de Italia y España son más graves, porque olvidan que ellos salieron al mundo en busca de lo que les faltaba. Olvidan que la mayoría de los "sudacas" son descendientes de aquéllos y olvidan que desde los países "sudacas" les mataron el hambre -así como suena- después de sus guerras. Estos olvidos son los que quizás explican la dureza de Carlos Fuentes cuando acusa a los italianos de tratar a los inmigrantes como delincuentes, o de Gabriel García Márquez cuando hace ya un tiempo calificó a los españoles de "porteros de Europa".
Xenofobia y racismo
Los españoles quizá deberían ser más comedidos, no llevar la voz cantante en este tema. Ellos, a los que tan bien les fue en América, en Europa también eran considerados inmigrantes y maltratados como tales, en la misma época en que España y Portugal eran parte del Departamento de Iberoamérica del Foreign Office británico.
El problema mayor de Europa es la xenofobia y el racismo, que no aparecieron ahora ni existen únicamente contra las nuevas olas de inmigrantes, que hoy simplemente reavivan el tema y los ultras lo explotan. La inseguridad, es cierto, crece con la inmigración. Esta, a su vez, crece porque los países pobres tienen más problemas, frente a los cuales Europa debería no confundirse, dejar el doble discurso y asumir también su parte de responsabilidad.