El último año de las linotipos
Carola era enorme, primitiva y extravagante. Pero, sobre todo, era misteriosa. Su historia -imposible, inverosímil- ha sido para mí, durante 50 años, un recordatorio de que no hay cosa más riesgosa, en tiempos de cambio, que evitar los riesgos.
En 1966, mi padre entró a trabajar en el diario La Prensa como gerente técnico. Venía de la industria del audio, así que de diarios, nada. Pero siempre tuvo un don casi mágico para las máquinas y, un año después, era experto en plantas impresoras y había llegado a una conclusión: la era de las linotipos tocaba a su fin. Dentro de no mucho, toda palabra impresa saldría de las entrañas numéricas de las computadoras, no se fundiría en metal en el momento.
Aunque ha pasado medio siglo, recuerdo las linotipos como si fuera hoy. Las recuerdo en acción, no como nobles piezas de museo. Para un chico de 6 años parecían bestias de pesadilla, erizadas de varillas y palancas, máquinas de escribir hipertrofiadas y ruidosas que resoplaban vapores de plomo, antimonio y estaño. Ochenta años antes habían revolucionado la industria editorial, gracias al ingenio de Ottmar Mergenthaler, porque permitían crear toda una línea de texto por vez (de allí su nombre), en lugar de hacerlo letra por letra, tipo por tipo.
Pero para mi padre, que presentía que el futuro estaba en los transistores y no en los engranajes, aquel método era no sólo lento e ineficiente, sino también insalubre. El saturnismo -la acumulación de plomo en el organismo- era una condición frecuente en los operadores. Eso no podía continuar.
Según pude reconstruir, a partir de episodios fragmentarios que en la memoria de mi padre empiezan a nublarse, su primer paso para erradicar las linotipos fue automatizar el ingreso de texto. Propuso, para eso, adquirir una computadora. Casi 40 años antes del iPhone, la palabra debe haber resonado como una irreverencia blasfema. Se salió con la suya, sin embargo, y en 1967 viajó a Estados Unidos a comprar esa máquina insolente que allanaría el camino al futuro. Pasaría allí tres meses estudiando sus pormenores. Tres meses sin WhatsApp, sin correo electrónico, sin celular. Tres meses que la familia atravesó a la espera de llamadas telefónicas esporádicas de costo estratosférico y cartas de morosidad exasperante.
Como todo cambio disruptivo, la llegada del gigantesco y enigmático artilugio despertó escepticismo, sospechas, curiosidad y resistencia. Pero ocurrió algo más, más grave. Ducho en electrónica, mas no en palabras, mi padre descubrió con cierto horror que la costosa computadora no sabía silabear en español. Hubo de crear entonces un programa que le enseñara a hacerlo en nuestro idioma. Estuvo encerrado en su estudio durante meses, con lápiz y papel, hilvanando instrucciones en lenguajes arcanos, hasta que el algoritmo resultó exitoso. No lo sabía por entonces, pero esta aventura estaba alterando mi futuro. Mientras en la escuela me enseñaban a leer y escribir, mi padre instruía a su computadora a silabear en español. Incorporé así un concepto transgresor: el de las máquinas que aprenden cosas.
Había tan pocas computadoras en aquella época que se les ponía un nombre. Mi padre bautizó a la suya Carola. Me gustaría decir que fue un tributo a Clementina, la Ferranti Mercury que el pionero Manuel Sadosky trajo en 1960. Pero no es así.
Aunque el proyecto fue exitoso, Carola tenía a todos a maltraer con sus caprichos, antojos y manías. Muchas veces, tarde en la noche, mi padre debía salir corriendo al diario porque Carola se había colgado o producía textos aleatorios. Iba con él, por supuesto; el diario me encantaba y, también sin saberlo, había hallado allí mi vocación. Pero fueron esos disgustos los que inspiraron el nombre de la máquina. Carola se llamaba, en realidad, la perrita malhumorada, imprevisible y discrecional de mi abuela Enriqueta, que tenía a todos a maltraer con sus caprichos, antojos y manías.