Resurgen los nacionalismos. El último enemigo
La derrota del socialismo marxista dejó en soledad a un animal proliferante y escurridizo. Las doctrinas con punto de partida en una entidad mítica -la nación- cederán cuando se haga evidente que no hay un solo agravio, injusticia, prejuicio o postergación que no pueda encontrar remedio en un régimen de libertades y de legalidad.
MADRID.- FRIEDRICH HAYEK escribió en Camino de servidumbre (1944-1945) que los dos mayores peligros para la civilización eran el socialismo y el nacionalismo.
El socialismo al que Hayek se refería era el marxista, enemistado a muerte con la democracia liberal, a la que estigmatizaba como máscara de la explotación capitalista. Ese socialismo quería acabar con la propiedad privada de los medios de producción, colectivizar la tierra, nacionalizar las empresas, centralizar y planificar la economía e instalar la dictadura del proletariado como paso inicial hacia la futura sociedad sin clases.
Aquel socialismo marxista desapareció con la desintegración de la Unión Soviética y la conversión de China Popular al capitalismo autoritario del partido único. Su epitafio fue la caída del muro de Berlín, hace diez años.
El socialismo que existe, y que goza de excelente salud, afortunadamente para la cultura democrática ya no es socialista sino de nombre. Acepta que la empresa privada produce más empleo y riqueza que la pública, sobre todo en un régimen de mercado, y es un convencido valedor del pluralismo político, las elecciones, la libertad y el Estado de Derecho. El socialismo ha dejado de ser ideológico y se ha vuelto ético. En vez de preparar la revolución está empeñado en la defensa del estado del bienestar, de políticas públicas de asistencia social a los desocupados, los ancianos, las minorías desvalidas y en una redistribución de la riqueza a través del impuesto para corregir lo que llama desequilibrios del mercado. Este socialismo ya no es un enemigo, sino un componente central de la cultura democrática en el mundo moderno.
El nacionalismo, en cambio, sigue siéndolo. No de la manera explícita con que aparecía cuando Hayek estampó aquella frase, encarnado en los rostros tremebundos del nazismo de Hitler, el fascismo de Mussolini o del franquismo. En nuestros días, el nacionalismo ya no es tan unívoco ni tan sesgado hacia el extremismo derechista como entonces; hoy es, más bien, un animal proliferante y escurridizo, de muchas cabezas, que adopta comportamientos diversos y adversarios entre sí. Contrariamente a lo que muchos optimistas llegaron a pensar, que, luego de la hecatombe de las dos guerras mundiales provocadas por él, iría languideciendo hasta desvanecerse, o vegetaría en los márgenes de la vida política de las naciones occidentales, enquistado en grupúsculos huérfanos de representación electoral, el nacionalismo ha experimentado un notable resurgimiento.
Esto es válido sobre todo para España, donde poderosos movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco (y, de menor caudal, en Galicia y Canarias) plantean un riesgo de fragmentación a una soberanía que cuestionan (algunos pacíficamente, y otros, por lo menos hasta ayer, con métodos violentos). Pero, también lo es en países donde el nacionalismo parecía más apagado.
Se me objetará que, bajo la etiqueta de nacionalismo, meto en una misma canasta huevos de muchos colores: de gallina, de pichón, de avestruz y hasta del literario basilisco. ¿Acaso son la misma cosa? Precisamente, una de las mayores dificultades para hablar del nacionalismo consiste en que esa doctrina protoplasmática se reproduce y manifiesta con apariencias y formas diferentes, aunque, en su secreta raíz, esa diversidad coincida en unos cuantos rasgos que me gustaría tratar de describir, porque es esa entraña, no la envoltura circunstancial, lo que constituye un desafío a la cultura democrática.
A un líder del Partido Revolucionario Institucional mexicano, se atribuye haber explicado la filiación ideológica de su partido con esta afirmación, digna de Mario Moreno, Cantinflas: "El PRI no es de derecha ni de izquierda sino todo lo contrario". Un galimatías conceptual parecido asoma cuando se busca situar al nacionalismo dentro de las tradicionales categorías de izquierda y derecha. El se mueve sin dificultad entre esas antípodas, y adopta, a veces, semblante radical, como, en España, ETA o Terra Lliure, o el IRA en Irlanda del Norte, o se identifica con posiciones inequívocamente conservadoras, cuando encarna en Convergéncia y Unió o el PNV (el Partido Nacionalista Vasco).
Atención, no estoy borrando las fronteras abismales que separan a los nacionalistas que practican el terrorismo de los nacionalistas que actúan en la legalidad y rechazan los métodos violentos. Naturalmente que constituye una diferencia sustancial defender un ideal de manera pacífica, por la vía de las elecciones y dentro de la ley, o asesinando, secuestrando y plantando coches bomba. Son diferencias que, en términos prácticos, permiten la coexistencia social o la crispan y debilitan hasta hacerla estallar en una orgía de sangre, como ocurrió en Bosnia y sigue ocurriendo en Kosovo. Pero, sin que esto signifique devaluar el compromiso con el pacifismo y la legalidad de los movimientos nacionalistas que rechazan la acción directa y optan por la vía electoral, debo decir también que no son los métodos y las conductas los que determinan que un movimiento político sea nacionalista, sino un núcleo básico de afirmaciones y creencias que todos los nacionalistas -pacíficos o violentos- suscriben.
He dicho afirmaciones y creencias, no ideas, de manera deliberada. El punto de partida de toda doctrina nacionalista es un acto de fe, no una concepción racional y pragmática de la historia y de la sociedad. Un acto de fe colectivista, que imbuye a una entidad mítica -la nación- de atributos trascendentales, capaces de mantenerse intangibles en el tiempo, indemnes a las circunstancias y a los cambios históricos, preservando una coherencia, homogeneidad y unidad de sustancia entre sus miembros y elementos constitutivos, aunque, en la contingencia, aquella unidad sea invisible y pertenezca al dominio de la ficción.
Junto al colectivismo, el esencialismo metafísico es ingrediente central del nacionalismo. Para esta doctrina, los individuos no existen separados de la nación, placenta materna que les da el ser, la identidad, palabra clave de la retórica nacionalista, que los vivifica social, cultural y políticamente, y que se manifiesta a través de ellos, en la lengua que hablan, las costumbres que practican, las vicisitudes de una historia que comparten, y, también, en algunos casos, en la religión, la etnia o raza a la que pertenecen o, incluso, la conformación craneal, el grupo sanguíneo, de que Dios o el azar quiso dotarlos.
Esta utópica noción de una comunidad perfectamente homogénea y unitaria se desvanece apenas intentamos contrastarla con las naciones reales y concretas de la pedestre realidad, donde, todas, unas más, otras menos, lucen una heterogeneidad flagrante, en los dominios cultural, racial y social, al extremo de que la noción de "identidad colectiva" -no se diga de "identidad nacional"- resulta un concepto falaz; que, bajo su pretensión uniformizadora, desnaturaliza siempre una rica y fecunda diversidad humana.
El nacionalismo contrarresta este desmentido a sus tesis con otra de sus llaves maestras, el victimismo: una larga lista de agravios históricos y usurpaciones políticas y culturales de la potencia colonizadora e imperial para destruir, contaminar y degenerar a la nación víctima.
El nacionalismo necesita de aquellos agravios históricos para justificar sus pretensiones de víctima de una injusticia atávica de carácter comunitario a la que sólo dará satisfacción la reconquista de la independencia perdida. Los necesita, también, para explicar la supuesta adulteración de la unidad nacional -en el dominio de la lengua, de la cultura, de las instituciones y hasta de la raza- y para justificar las políticas que se propone impulsar desde el poder a fin de restablecer la pureza e integridad de la nación, maculados por siglos de dominio extranjero.
Cataluña es una sociedad bilingüe, con -cifras más, cifras menos- un 50% de catalanohablantes y un 50% de hispanohablantes, con la particularidad de que la casi totalidad de catalanes que hablan catalán, también hablan castellano. Esta particularidad es, en verdad, un privilegio, que hace de la mayoría de catalanes señores y ciudadanos de dos culturas y tradiciones que les pertenecen por igual. Ya que en Cataluña, como ha dicho Vidal-Quadras, "las dos lenguas no están separadas por una frontera divisoria, sino que están presentes en cada provincia, en cada comarca, en cada ciudad, en cada barrio, en cada inmueble, en cada rellano".
Aceptar esta realidad cultural pondría al nacionalismo en un aprieto, pues lo condenaría a revisar el supuesto básico nacionalista de la homogeneidad lingüística y la unidad cultural, y a diseñar políticas educativas y culturales que respetaran y fomentaran ese bilingüismo.
Como nadie reniega de sí mismo, y menos que nadie un partido político, los nacionalistas en el poder explican que la situación cultural de Cataluña resulta de un atropello histórico: la persecución de que han sido víctimas la lengua y la cultura catalanas por unos gobiernos que impusieron los de la potencia imperial. La política de "normalización lingüística" tiene pues, por objeto, corregir aquella injusticia pasada y devolverle al catalán el protagonismo que perdió por un acto de fuerza. En la práctica, sin embargo, la corrección de esa injusticia pasada ha mudado en una injusticia equivalente: discriminar la enseñanza del castellano en Cataluña, imponiendo cada vez más, en los colegios y en la administración, como lengua preferencial (y a veces única) el catalán.
Esta política es inevitable en todo partido nacionalista que sea fiel a sí mismo, es decir, que, partiendo de su idea de lo que es la nación, trate de convertir esta ficción en realidad. Naturalmente, esta política de "discriminación positiva" o "normalización" (bellos eufemismos) se sale a veces, por su propia dinámica, del cauce benigno y razonable en que pretenden querer sujetarla las autoridades. La realidad es que, por su naturaleza misma, este género de medidas, encaminadas a retroceder la realidad presente de una sociedad bicultural o multicultural hacia una mítica unidad lingüística que justifique la visión histórica del nacionalismo, se traduce a la corta o a la larga en violaciones de los derechos humanos, empezando por el de la libertad individual y el derecho a la libre elección.
No cabe la menor duda de que muchos nacionalistas vascos, pacíficos y bien intencionados, quedaron espantados, hace unos meses, cuando se dio a conocer, con justificado escándalo, que en una ikastola del País Vasco, se castigaba, obligándolos a llevar los bolsillos llenos de piedras, a los niños a quienes se sorprendía hablando español en vez de eusquera. Y que eran sinceros al decir que una golondrina no hace verano y que no se podía llamar "política del gobierno autonómico" los excesos de celo de algunos militantes o funcionarios aislados. Sin embargo, lo cierto es que, a pesar de la vocación pacífica de la mayoría de los nacionalistas, en esta ideología, en su concepción del hombre, de la sociedad y de la historia, anida una semilla de violencia, que germina sin remedio cuando se vuelve acción de gobierno, si el nacionalismo es consecuente con sus postulados, sobre todo, el principal: su empeño por reconstruir aquello que Benedict Anderson llama "la comunidad imaginada", es decir, la ilusoria nación integrada cultural, social y lingüísticamente, en cuyos retoños humanos se transustanciaría la identidad nacional.
El irremediable parentesco entre totalitarismo y nacionalismo, en el caso de ETA, Fernando Savater, un pensador vasco, lo explica así: "El totalitarismo consiste en la negación exterminadora del otro, no en la hostilidad al adversario político. Para ETA sólo son vascos viables -es decir, no candidatos al exilio o a la liquidación- los nacionalistas de uno u otro signo, sean los que se equivocaron aceptando el estatuto de autonomía, los héroes que lo rechazaron desde el principio o los conversos que poco a poco han llegado a la luz. El resto son españolistas recientemente envalentonados que viven entre los vascos, contra los cuales se predica sin rodeos la ´persecución social´ y con cuyos partidos se prohíbe taxativamente cualquier tipo de convenio político: exeunt omnes ".
Según Ernest Gellner "es el nacionalismo el que inventa las naciones y no lo contrario". El nacionalismo, un producto, según él, típico de la sociedad industrial, utiliza de manera selectiva la preexistente proliferación de culturas en el seno de un país, y transforma a éstas de manera tan radical como artificiosa, resucitando lenguas muertas, inventando tradiciones y restaurando unas "ficticias purezas prístinas".
La diversidad de métodos y comportamientos, así como las circunstancias distintas en que han nacido los movimientos nacionalistas, aconsejan prudencia a la hora de hacer generalizaciones. Pero una que cabe hacer sin vacilar es que el nacionalismo tiene una entraña irracional -nazca de la melancolía, la desesperación, la anomia, el miedo a la libertad o la protesta contra la invasión colonial- y que, debido a ello, deriva con facilidad hacia prácticas violentas, y llega a veces como ETA en España o el IRA y los Provisionales en Irlanda del Norte, a cometer crímenes abominables en nombre de su ideal. Que haya partidos nacionalistas moderados, pacíficos, y militantes nacionalistas de impecable vocación democrática, que se empeñan en actuar dentro de la ley y el sentido común, no modifica el hecho incontrovertible de que, si es coherente, y lleva a sus últimas consecuencias los principios que constituyen su razón de ser, todo nacionalismo desemboca tarde o temprano en prácticas intolerantes y discriminatorias, y en un abierto o solapado racismo. No tiene escapatoria.
Tal vez en ningún otro dominio como en la cultura sean tan explícitos los estragos que el nacionalismo causa. Si la pertenencia a esa abstracción colectiva, la nación, es el valor supremo, y si éste es el prisma elegido para juzgar las creaciones literarias y artísticas, ¿qué puede esperarse como resultado de tan confusa y disparatada tabla de valores? La perspectiva nacionalista tiende a rechazar o minusvalorar toda creación del espíritu que, en vez de magnificar o privilegiar los valores locales -lo regional, lo nacional, lo folklórico- los relegue, ridiculice, niegue, o, simplemente, los minimice dentro de una perspectiva cosmopolita o universal, o los refracte en lo individual, realidades humanas difícilmente identificables con lo nacional. Para el nacionalismo, las creaciones literarias más respetadas y respetables son aquellas que confirman sus prejuicios sobre las identidades colectivas. Esto, en la práctica, significa la promoción del arte regionalista o folklórico como modélico, y el ensimismamiento provinciano, una consecuencia que ha resultado siempre, en todas partes, de las políticas culturales "nacionalistas". Esa es la razón por la que el nacionalismo no ha producido hasta ahora nada digno de memoria en la literatura y las artes.
Mi opinión es que los nacionalismos deben ser intelectual y por el contrario, este régimen de pluralismo y libertades se vería seriamente comprometido si triunfaran los designios exclusivistas y discriminatorios del nacionalismo.
De Checoslovaquia a Bosnia
JOSEF KOUDELKA es un fotógrafo checo nacido en Praga. Las imágenes que conmovieron al mundo sobre la invasión de los tanques rusos durante la primavera de Praga fueron tomadas por él y enviadas clandestinamente a las capitales de Europa para su difusión. En ese momento las fotos no fueron firmadas por temor a represalias. En 1970, Koudelka emigró y se incorporó a Magnum, la prestigiosa agencia que fundaron Henri Cartier-Bresson y Robert Capa, entre otros. Koudelka nunca acepta fotografiar temas por encargo. La agencia distribuye únicamente lo que él se propone hacer, como es el caso en estas fotos panorámicas de Mostar, tomadas en 1994, que ilustran el artículo de tapa de esta edición de Enfoques.
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