El verdadero Montecristo
Por Graciela Schvartz Para LA NACION
Hace un tiempo, un amigo me preguntó qué podía leer. " El Conde de Montecristo ", le dije. Me miró con incredulidad. "¡¿ El Conde de Montecristo ?!". "Vos leélo -le dije-, después me contás."
Esto fue antes de que la novela televisiva le devolviera al Conde una celebridad perdida. Un abordaje que tal vez haya servido para que la gente redescubra el libro. Y lo disfrute. Porque El Conde de Montecristo es una novela perfecta.
A grandes rasgos, muy a grandes rasgos, es la historia de una venganza. La más completa, la más cabal, la más imaginativa, elaborada, paciente y sutil de las venganzas.
Pero antes de la venganza, mucho antes de que la venganza sea posible, es la historia de una construcción personal: la que convierte a Edmundo Dantés en conde de Montecristo. La primera parte de esa transformación corre por cuenta del abate Faría. Por eso, el largo episodio de la prisión en el castillo de If, la ligadura con el abate, es tal vez el punto más alto de la novela.
Cuando Dantés encuentra al abate, es un hombre roído por la desesperación. No entiende lo que le ha sucedido, no consigue explicarse por qué está encerrado, no conoce las razones de esta injusticia enorme que cayó sobre él. Piensa infructuosamente, como una rata entrampada. Y el abate -que por puro azar, por error realmente, llega hasta su celda- es un preso al que todos consideran loco. Pero se hace cargo de su compañero, por completo.
Lo primero que hace es pedirle a Edmundo que le cuente su historia. Soy un hombre sin enemigos, empieza diciendo Edmundo. Todos los hombres tienen enemigos, le dice el abate. Y, por el solo ejercicio de la inteligencia, ilumina para él los resortes, los motivos, los caminos que lo llevaron al castillo de If. Y le muestra -sin dejarle lugar a dudas- quiénes fueron los culpables, uno por uno.
Cuando Dantés entiende, cuando las razones del abate le hacen ver los hechos bajo esta luz, se convierte en otro hombre. Es aquí -cuando empieza a saber- donde su transformación comienza.
La verdad termina con su inocencia o su ceguera. Y pone en marcha el mecanismo del odio.
Va a vengarse. Si alguna vez consigue salir de la prisión, va a vengarse de cada uno de ellos: ése es el juramento que hace. El iba a ser capitán del Faraón, iba a casarse con la catalana, iba a ser un buen marino, y ellos le robaron una vida. Van a pagar por eso.
Pero este entendimiento es sólo la primera de las cosas que el abate le enseña a Edmundo.
Le cuenta, le muestra, cómo ha sobrellevado él mismo la prisión, cuánta imaginación y fuerza ha desplegado para resistir. Ha fabricado tinta con restos de hollín y de vino, con la tela de sus camisas ha hecho papiro y plumas con las vértebras del pescado, que le sirven para seguir escribiendo. Ha escrito día y noche, porque ha sabido fabricar bujías para ver en la oscuridad. Está terminando, en efecto, la larga historia de Italia, que le ha llevado su vida escribir. Ha podido calcular el espacio e imaginar la fuga y construir con un escoplo que él mismo ha fabricado un pasadizo para escapar. Con la luz del sol, que apenas entra a través de la ventana, ha podido conocer la hora por la sombra en la pared y calcular los días y el paso del tiempo.
El abate es un maestro formidable que no sólo le enseña a Dantés el conocimiento y los idiomas, la filosofía y la química, la astronomía y las matemáticas: le enseña, sobre todo, a pensar. Le enseña a esperar, a insistir, a creer. Le enseña la paciencia y la imaginación. Y le enseña también una clase de amor que Edmundo Dantés no conocía, que lo vuelve una persona mejor y le revela sus propias fuerzas.
Por eso, el tesoro que el abate Faría le descubre, como instancia final de ese largo aprendizaje -y que Edmundo deberá encontrar ya solo- no es ni remotamente la única riqueza que le procura.
Pero será el instrumento que va a permitirle concretar su venganza.
Edmundo Dantés no hubiera podido vengarse, no hubiera sabido de quién vengarse ni por qué. Para Edmundo Dantés su infortunio era un misterio incomprensible. Pura furia.
Después, sabe a quién odiar. Aprende de ese odio, lo fragua al rojo vivo, lo cincela, lo enfría. Cuando Dantés sale del castillo de If, es un hombre de treinta y tres años que ha trabajado sobre su rencor y sobre su inteligencia.
En las grutas de Montecristo encuentra el tesoro al que la sabiduría del abate lo condujo. Ese tesoro, cuya clave estuvo a la vista de todos durante generaciones y nadie pudo encontrar, será el medio del cual va a valerse el conde -Edmundo Dantés transmutado- para aniquilar a sus enemigos.
Este momento -el del hallazgo del tesoro- será la última aparición de Edmundo Dantés en la novela por un largo tiempo. De él conocíamos su cólera y su alegría, su impotencia, su bondad: era un hombre muy joven, de emociones transparentes. Desde ahora, Dantés quedará guardado: será el secreto de Montecristo. Y Montecristo será un hombre glacial, silencioso, enigmático, cortés e implacable.
Lleva este secreto consigo: ser Dantés. Lleva la decisión de la venganza y este odio que no termina. Sabe también que no hay hombre sin secreto. Y el secreto que sus enemigos guarden será su arma. Sobre ese secreto (en contra de ese secreto) planifica su venganza. Ahora podrá ejercerla: tiene el conocimiento, tiene la riqueza, tiene el poder de la espera y la fuerza de ese odio que, helado, arde.
Si no fuera por esto, la historia del Conde sería casi una fábula edificante acerca de las ventajas que reporta el conocimiento o el cultivo de la inteligencia. Pero la novela cuenta su venganza, y dentro de la venganza está el odio.
Vengarse, se nos ha dicho mil veces, no es bueno. Bueno es perdonar.
El conde no olvida ni perdona. Odia y espera. Tiene, inconmovible, la certeza de ser justo.
Cada venganza, cada paso dado para completarla, cada rodeo, cada dilación, es una obra maestra. El conde no da puntada sin hilo. Una traición remota, un adulterio infortunado, un bastardo que debió morir: todo sirve a sus propósitos.
Abate italiano, financista inglés, filántropo de hábitos excéntricos, envenenador diestro, muchas son las máscaras, muchos los personajes que el conde utiliza para cumplir sus propósitos. Y también -sobre todo- trabaja con sabiduría extrema los sentimientos más ocultos, más oscuros, de los demás: la codicia, la avidez, la envidia, la aptitud para la infamia será el engranaje más eficaz de esa maquinaria que él monta.
Pero Dumas tiende un sistema de señales dirigido al lector: sólo a él le hace conocer las ligerísimas, ocasionales vacilaciones del conde -una palidez que para los otros es imperceptible, una agitación de bondad que nadie va a descubrir, un atisbo de temblor en la voz que desnuda una emoción- y entonces uno que lee, mientras lee, traspone esa máscara impenetrable que Montecristo juega en el mundo. Y uno, que ha sido instruido en las bondades de la bondad, se convierte en completo aliado del conde. Resulta su cómplice incondicional. Y en esa especie de sociedad indestructible no existe un solo momento en que no esté junto a Montecristo.
El conde hace justicia. Y desde este lado del libro el lector que lo acompaña se venga junto con él.
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