En nombre de la cultura
Las imágenes del estadio australiano Adelaide, donde se ve al equipo de fútbol de Arabia Saudita burlarse del minuto de silencio en memoria de las víctimas de los atentados de Londres, han dado la vuelta al mundo. Y la noticia se presta a varias observaciones: sobre la geopolítica de Oriente Medio, la doctrina islámica y la ambigüedad de los aliados occidentales, pero sobre lo que más me interesa reflexionar aquí es la justificación de los saudíes: ese ritual "no pertenece a nuestra cultura", dijeron. Y así, mientras el público y la selección australiana se enmudecieron, los jugadores sauditas continuaron los ejercicios de calentamiento. Cultura es una palabra noble, un concepto sublime; no casualmente Joseph Goebbels ni siquiera quería oírla: "cuando oigo la palabra cultura, cojo mi revólver”.
¿Cómo puede justificarse una actitud tan cínica, tan inculta, como la de los jugadores saudíes? La pregunta es obligatoria en una época en la que es muy popular invocar todas juntas tantas palabras nobles; palabras que hinchan los corazones, llenan las plazas, emocionan hasta las lágrimas: pueblo, cultura, identidad. Defendemos la cultura de nuestro pueblo -se oye por todos lados-, su identidad histórica amenzada por la aplanadora de la globalización, por la pretensión ilustrada de homogeneizar el mundo matando a su variedad cultural.
Suenan principios sacrosantos y estaría tentado de suscribirlos. Sin embargo, ya que me gusta rascar debajo de la superficie, me pregunto: ¿qué se quiere decir cuando se habla de cultura de un pueblo? Cuando era niño, recuerdo que en Italia existía el "crimen de honor": el código penal preveía una reducción de la pena al marido que mataba a la esposa infiel, porque su "relación carnal ilegal" dañaba el "honor"suyo y de su "familia"; y también sobrevivía el "casamiento reparador": el varón culpable de violación era eximido de la pena si se casaba con la víctima "deshonrada", obligada por lo tanto a la vida eterna con quien había abusado de ella. ¿Qué decir? Eran legados de una cultura patriarcal y católica antigua, donde la familia era un espacio sagrado en el que el individuo estaba a merced de costumbres arraigadas.
Culturas parecidas siguen siendo muy generalizadas; más bien, son la mayoría, especialmente donde más tenue es la “influencia perniciosa del racionalismo ilustrado": hay culturas que reprimen la homosexualidad, que imponen la mutilación genital, que no pueden tolerar una chica al volante o en bicicleta, y así sucesivamente. Mientras que los saudíes se mofaban del solemne silencio de la cancha de Adelaide, un periódico español reportaba la conmovedora historia de una mujer maya; una mujer orgullosa de su historia y de su origen étnico, pero decidida a no tolerar un tremendo aspecto de su cultura: la violencia sexual de los padres sobre las hijas, de la que ella misma fue víctima. Así fue que se rebeló, pagando un precio muy alto: el ostracismo de la comunidad, el castigo impuesto a los que, con su coraje, desencadenan lo que podríamos llamar un cambio cultural.
Esto es lo que nos enseña la lamentable historia de los futbolistas saudíes: que cultura es una linda palabra para usar con precaución, ya que puede abrir las puertas del infierno. No debería ser una camisa de fuerza, un vestido que todo el mundo está obligado a ponerse durante toda la vida; no es un concepto metafísico, sino una costrucción de la historia; no es estático, sino dinámico y cambiante; no es univoco e unánime, sino plural y multifacético; no puede ser un traje de un solo color que la comunidad impone al individuo como condición de su derecho a la ciudadanía. Harían bien en tomarlo en cuenta los muchos que señalan con el dedo a la globalización erigiéndose en defensores de la pluralidad cultural que ella pondría en peligro. Al hacerlo, se olvidan a menudo que muchas de las culturas de las cuales invocan la defensa no son pluralistas en su interior y aplastan a los individuos valientes que desafían la unanimidad. Un enfoque un poco más dialéctico hacia la globalización ayudaría a comprender, entre los vapores de la demonización, también a su fuerza emancipatoria.
Así pensé cuando en un fotograma creí ver a un jugador de Arabia asumir la posición de quien iba a respetar el minuto de silencio: ahí está el hombre cuya independencia quebrarà la tiranía de la cultura del grupo. Lástima que al ver todo el reportaje descubrí que me había ilusionado. En eso consiste el enorme escollo que se interpone entre el mundo occidental y el mundo islámico. Lo notó Benedicto XVI, haciendo escándalo, en el famoso discurso de Ratisbona: "el mundo musulmán se encuentra hoy con urgencia ante una tarea muy similar a la que se le impuso a los cristianos desde la época de la Ilustración". Sobre esos conceptos ha vuelto desde entonces el silencio; el mismo que los saudíes nos obligan a romper.