En un raid demagógico, Cataluña se acerca a un callejón sin salida
MONTEVIDEO.- Al llegar a Barcelona, ¿quién no se ha asombrado de su modernidad en los dos siglos pasados? ¿Quién no se ha quedado absorto ante el surrealismo barroco de la catedral de Gaudí, o de su Casa Batlló, o del Palau de la Music de Domenech y Montaner, o de la Casa Amatller de Josep Puig y Cadafalch, arquitectos líderes del llamado modernismo catalán? Era ésa la Barcelona novecentista, inquieta frente a todas las vanguardias del arte, con Ramón Casas y Nonell en el modernismo inicial y luego la ebullición de Torres García y Barradas, en la que se forjaría la obra de Picasso, Dalí y Miró.
Esa Barcelona inquieta y universalista es la que realizó dos Exposiciones Universales, una en 1888 y otra en 1929, cuando el modernismo daba lugar a un llamado noucentisme, una tendencia muy neoclásica, de fuerte inspiración nacionalista, que incluso cultivó el uruguayo Torres García, quien pintó sus maravillosos frescos en la Generalitat, tapados luego por la dictadura de Primo de Rivera (y hoy en parte rescatados). Los Juegos Olímpicos de 1992 generaron un ícono con aquella inauguración en que un arquero encendía, con una flecha, el pebetero con la clásica llama.
Esa burguesía ilustrada del 900, que financiaba la arquitectura revolucionaria, al mismo tiempo tenía que enfrentar un sindicalismo radical en vigoroso ascenso y un anarquismo que tanto se ensañaba con ella como con todo lo que fuera Estado: Barcelona se llegó a llamar a "la ciudad de las bombas". Algunos de esos anarquistas, perseguidos en la llamada Semana Trágica de 1909, terminaron en el Río de la Plata.
Esa dualidad entre una mirada universalista, por un lado, y nacionalismo e ideas políticas radicales, por otro, recorre ese tiempo. No es entonces algo tan inédito esta alocada revuelta, aunque nadie podía imaginarla luego de la Constitución de 1978, que fue el gran pacto de la España entera, en que todas las regiones y opiniones confluyeron para reconciliar la monarquía con la democracia y reiterar la "indivisible unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", que "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades que la integran y la solidaridad entre todas ellas".
La Constitución fue consagrada por una ratificación popular en referéndum con una mayoría del 87%, del que participaron unánimes los catalanes (91% a favor). No es ocioso recordar que participaron en esa carta constitutiva dirigentes catalanes de gran relevancia, como Miquel Roca y Jordi Solé Tura, como ocurrió a lo largo de la historia, cuando la 1» República, cuyos líderes fueron Figueras y Pi Margall; y antes aún, en las liberales Cortes de Cádiz (1812), cuyo primer presidente fue otro catalán, don Ramón de Dou y Bassols.
A partir de la magnífica Carta de 1978, se vivieron los años más venturosos de España, tanto si los miramos como expresión de libertades o en el plano económico.
En los años del franquismo y los primeros tramos de la apertura institucional, Barcelona era la ventana hacia Europa, donde España no estaba. Cuando ella se incorpora a la Comunidad Europea, la prédica del nacionalismo catalán provincializó la mentalidad popular. Se lo he dicho a muchos amigos que no advertían cómo, para nuestra mirada, aquella Barcelona moderna y abierta se iba relegando frente al empuje de otras regiones. En los últimos años, al amparo de una Constitución que respetaba esas autonomías, los gobiernos de Jordi Pujol llevaron a cabo un vigoroso rescate del patrimonio catalán y de su lengua. Lo hizo, sin embargo, con lealtad al Estado español, participando incluso de los gobiernos nacionales. Cataluña, en paz, fue logrando un avance extraordinario, generando un PBI por persona superior al promedio europeo.
El hecho es que la Constitución no autoriza la secesión unilateral de ninguna región de España. Esto es claro de toda claridad, el resultado del gran pacto constitucional. Un gobierno demagógico no puede inventarse un referéndum fantasioso y propiciar, a partir de él, una independencia inexistente. Lo han dicho todos los tribunales de España, empezando por el Tribunal Constitucional, al amparo de cuyos mandatos es que ha ocurrido la discutida represión, que no costó vidas pero que sí le regaló al independentismo unas fotos espectaculares de heridos leves pero sangrantes.
Sobre ese debate institucional es interesante observar en YouTube un notable diálogo entre Felipe González y el presidente de la Generalitat, Artur Mas, quien, en febrero de 2014, estaba planteando ya la idea independentista. El ex presidente español, invocando la Constitución, le señalaba que no tenía derecho a impedir el voto de los españoles sobre la unidad de España, que la Constitución no le daba derecho alguno a ninguna comunidad a lanzarse en armas contra el Estado de Derecho e introducirse en un callejón sin aparente salida, que es donde hoy estamos.
En el despeñadero demagógico aparecen hasta antiguas disputas, como la insensatez de hablar de la invasión de España a Cataluña por la crisis monárquica planteada en 1700, a la muerte del último rey Habsburgo. Fue una lucha de influencias entre las monarquías europeas, en la que de un lado estuvo la Francia borbónica de Luis XIV, defendiendo el derecho dinástico de su nieto, que sería luego Felipe V de España; y del otro lado el Imperio Austríaco, que quería imponer al archiduque Carlos III, con el apoyo de Inglaterra y Holanda. O sea que hablar de España contra Cataluña es tan anacrónico como disparatado.
Lo mismo ocurre cuando se invoca el derecho originario a la autodeterminación de los pueblos, internacionalmente reconocido para las colonias sometidas por la fuerza. Cataluña nunca fue reino y es parte de España desde hace 500 años, desde que juntaron fuerzas Isabel I de Castilla y Fernando de Aragón (en cuyas posesiones estaba lo que hoy es Cataluña), al término de la guerra de la independencia contra la dominación árabe, para hacer la unidad de España. Bajo la actual Constitución, Cataluña ejerce una fuerte autonomía, usa libremente su idioma, maneja su educación y su seguridad pública, con fuerzas policiales propias, que -según el propio gobierno catalán- han sido eficaces en la lucha contra el terrorismo.
Se denuncia una exacción financiera que tampoco se demuestra, salvo en una transferencia parecida a la que hace Madrid, en solidaridad con las regiones más deprimidas.
El desafío ahora es cómo sortear la tormenta. El rey Felipe VI ha sido claro en su reacción contra la secesión: no será el rey de la división de España. Está marcado el límite. Lo mismo dicen los líderes socialistas relevantes y del novel partido Ciudadanos. O sea que hay un camino cerrado y unas consecuencias económicas irresponsablemente impensadas, que ya empiezan a experimentarse con el traslado de las sedes de las empresas fuera de Cataluña. ¿Alguien cree que ella, fuera de Europa, aislada de su principal mercado, alejada del respaldo que significa el Banco Central de España, perdido el crédito internacional que posee el país, va a prosperar? Ni el club Barcelona tiene idea de cómo haría para sobrevivir fuera de la liga de fútbol española.
Que tendrá que venir un diálogo no hay duda, pero es evidente que él no podrá ocurrir razonablemente en medio de una situación de facto, golpista, como se ha dicho con acierto. En plena globalización, estos arrebatos regionales, parroquiales, contradicen los vientos de nuestros tiempos. Ignoran lo inevitable al refugiarse en "utopías regresivas" que dan la espalda a este mundo de la revolución científica, extraviados en el rosado sueño de imaginarios pasados.