Editorial II. Enseñar a vivir
LA información, difundida hace un tiempo, de que en algunas escuelas de los Estados Unidos se están desarrollando cursos de capacitación para el matrimonio produce más dudas que certezas. El objetivo de este singular experimento educativo es, según se ha explicado, favorecer una temprana preparación de los adolescentes a fin de que puedan acceder, cuando les llegue la hora, a una relación matrimonial lo menos vulnerable posible a los estímulos disolventes. Se supone que ese aprendizaje podría reducir los alarmantes niveles actuales de divorcismo y contribuir, también, a generar mejores condiciones para la crianza y la educación de los hijos.
La novedad es parcial, puesto que la temática matrimonial estaba ya incluida, en cierto modo, en los planes curriculares de algunos estados norteamericanos como parte de los denominados "programas de salud". En esos cursos se tratan habitualmente cuestiones prácticas, como la prevención del SIDA, los primeros auxilios, la nutrición y, también, el presupuesto familiar. Con la denominación "salud" se pretende evitar las controversias que se plantean en la sociedad norteamericana cada vez que surgen propuestas tendientes a profundizar la enseñanza en los temas vinculados con la sexualidad o con los valores éticos más comprometidos.
La educación que ahora se ha empezado a impartir está centrada en el desarrollo de habilidades para la comunicación y en técnicas eficaces para resolver conflictos entre los esposos. Su contenido básico, entonces, es limitado. Las relaciones conyugales requieren, obviamente, comportamientos de adaptación compartidos y acuerdos sobre normas que regulen la vida doméstica y la complementación de la pareja conyugal en la división del trabajo y en la atención de la casa y de los hijos.
Si bien la intención de estas propuestas es loable, la hipótesis de insertarla en los programas de las escuelas argentinas no resulta aconsejable. Por una parte, la aspiración parece prematura. Antes de llegar al matrimonio, los adolescentes necesitan una formación que los ayude a clarificarse en cuestiones básicas de la conducta que no deben necesariamente ser adscriptas al tema del matrimonio, ya que los conflictos son inherentes a la vida social en general. Además, los contenidos curriculares actuales desbordan ya los horarios asignados a las clases. No parece feliz, por lo tanto, la idea de seguir incorporando temáticas con la ilusoria voluntad de mejorar los comportamientos sociales.
El buen criterio indica que los temas y problemas aludidos no deberían ser ajenos al desarrollo de los actuales programas de formación ética y ciudadana o de ciencias naturales y sociales. Por lo demás, nunca se insistirá demasiado en que la fuente natural de estos aprendizajes siempre será la familia, que ejerce responsabilidades difíciles de sustituir en la transmisión de los principios humanos y morales básicos.
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