Entre la virtud y el error
Reclamar un juicio político contra el ministro Garavano por sus opiniones constituyó un exceso lamentable de la diputada Carrió
No es frecuente que en las sociedades surjan personas que, además de contar con el reconocimiento público por virtudes personales innatas, como la valentía y la honradez, estén dispuestas a movilizarse en la denuncia de desviaciones en la conducta de gobernantes y de personalidades del ámbito privado. Lo hacen así avaladas por una incuestionable autoridad moral. La diputada nacional Elisa Carrió encarna uno de esos raros ejemplos.
En los casos que la historia patentiza, las imputaciones hechas por especímenes de tal carácter han sido ensalzadas, mucho más que por el acierto final de sus denuncias, que no siempre fue coronado por constataciones exitosas, por no haberse percibido atisbo alguno en ellas de un interés material. De lo contrario se hubiera llegado a un punto en que el papel asumido habría perdido relevancia. Catón el Censor, o Émile Zola con su "Yo acuso", han sido modelos excepcionales por la forma en que intervinieron en delicadas cuestiones de Estado. Hombres como Gandhi, De Gaulle y Mandela expusieron, en tiempos más recientes, la autoridad moral requerida para desempeñar funciones moralizadoras en sus respectivas sociedades.
La aureola de respeto y consideración pública deriva, inevitablemente, en poder, y, por lo tanto, los reconocimientos de aquella naturaleza deben traducir su legitimidad en una suerte de contracara que habitualmente se califica como "poder bien entendido". Una opinión negativa sobre alguien, por parte de figuras de la jerarquía mencionada, es muchas veces suficiente para estampar sobre las personas elegidas como blanco de la crítica un sello que resulta harto difícil remover.
Esta introducción se asocia en el imaginario colectivo a algunas de las últimas declaraciones sonoras de la diputada Carrió. Se corresponden, en rigor, con el estilo que la ha proyectado al primer plano de la política nacional. Es más que obvio que sus denuncias se han hallado en todo tiempo asistidas por la valentía cívica y han contribuido en general a develar la trama de importantísimas redes de corrupción e impulsado a la Justicia a salir de su vergonzosa y cómplice inacción. En muchas otras ocasiones, no ha sido así.
No todo lo dicho por Carrió respecto de otras figuras de rango notorio por su trascendencia pública, o en relación con otras personas en actividades diversas, ha estado invariablemente respaldado por fundamentos fehacientes. Eso ha sido como caminar en ocasiones por el delgado desfiladero de un malecón: un paso en falso y la caída sobreviene, pero después de haberse puesto en riesgo reputaciones, valores e incluso objetivos de bien común. Si tales contrastes han sido superados, es porque los yerros fueron cometidos de buena fe.
Mejor todavía habría sido que a la buena fe en las imputaciones se hubieran agregado, en el devenir ulterior, las disculpas por los errores cometidos. No cuesta entender que cuando se afrontan investigaciones de difícil acceso y más azarosa resolución, cubiertas las más de las veces por complicidades múltiples, el acierto permanente es virtualmente inasible. Su conquista superaría los límites razonables del político con más coraje y capacitación para lucirse en entreveros de los cuales lo común es rehuir cualquier participación comprometedora.
Por eso es entendible que dentro del abultado historial de logros de la diputada Carrió en su cruzada contra la corrupción enquistada en los más altos estamentos del país haya habido resbalones, como el de la revisión de cajas de movimientos financieros en Estados Unidos, que contribuyó a la corrida de depósitos y profundización de la crisis financiera de 2002, originada, desde luego, en otras y más graves razones. O el acto de "vienen por el agua", en el que denunció en el Congreso Nacional nada menos que al generoso filántropo conservacionista norteamericano ya fallecido Douglas Tompkins por sus inversiones en el Iberá.
Diez días atrás, la doctora Carrió reclamó la destitución del buen ministro de Justicia de la Nación, Germán Garavano, como condición para restablecer su amistad con el Presidente: "Cuando me lo saque, volveré a ser su amiga", advirtió, aunque horas después indicó que había sido "una broma".
Las manifestaciones de ese ministro respecto de los excesos en los otorgamientos de las prisiones preventivas o de que un expresidente (o expresidenta) no debería ir preso pudieron haber sido inoportunas, a tenor de todo lo que se debate en los tribunales a raíz de la conducta como gobernantes del matrimonio Kirchner, sus ministros, secretarios y demás servidores de lo que fue una corte como la de Luis XIV, pero en lo que esta tuvo de peor.
Reclamar un juicio político por esas opiniones de Garavano ha constituido un exceso lamentable hasta para no pocos de los fieles seguidores de la diputada Carrió. Es ese un sentimiento difícil de exteriorizar más allá de las conversaciones en voz baja. Tal vez sea así por la intimidación natural que suele causar la reacción de espíritus tan valerosos en su intrepidez como estentóreos en las respuestas verbales, tanto frente a adversarios y enemigos como frente a aliados y amigos.