La semana política I. ¿Es factible que una vez más no pase nada?
En la opinión pública va creciendo la sensación de que, frente al escándalo de las coimas en el Senado, una vez más, no pasará nada.
Hay sospechas sobre la real capacidad y la voluntad de un juez que debe investigar a los mismos senadores que lo investigan a él por otras causas. Es hasta paradójico que el magistrado analice el crecimiento patrimonial de los legisladores sospechados, cuando él mismo ha sido denunciado por enriquecimiento ilícito. Y es irrefutable la fuerte tentación de vastos sectores de la clase política para esconder la basura debajo de la alfombra.
Tristes anécdotas
Corría el mes de septiembre de 1992 cuando, en plena sesión de la Cámara de Diputados, el legislador catamarqueño Luis Saadi -hermano de Ramón e hijo del recordado caudillo Vicente Leonidas Saadi- pidió la palabra para denunciar que estaban circulando coimas para la aprobación de la ley de privatización de YPF. El desconcierto se apoderó de sus pares. Siete horas después, a las 2 de la madrugada, tras una reunión con los entonces presidentes de la Cámara, Alberto Pierri, y del bloque justicialista, Jorge Matzkin, Saadi retornó al recinto y se rectificó. El episodio concluyó con su separación del bloque del PJ; la investigación interna sobre la denuncia, desde ya, no llegó a nada.
Otro episodio parecido volvió a ser recordado en estos días. A mediados del año último, el periodista norteamericano Martin Andersen y el ex concejal porteño Roberto Azaretto denunciaron que el diputado Claudio Sebastiani "se había jactado" ante ellos en un café de la Recoleta de "haber preparado los sobres con 25 millones de dólares que habrían pagado laboratorios nacionales a varios diputados nacionales durante las negociaciones por la ley de patentes". La causa, que estuvo a cargo del juez Jorge Ballestero, fue archivada, pero ahora será reabierta y los dos denunciantes han asegurado que aportarán el nombre de un tercer testigo de los supuestos dichos de Sebastiani. Se trata de un ingeniero, consultor de empresas, con fuertes vínculos con la dirigencia política norteamericana, cuya identidad se mantiene en secreto.
¿Terminará la causa por los sobornos para aprobar la reforma laboral en el Senado en una simple anécdota como los dos anteriores hechos?
Para contestar tal interrogante, hay que distinguir dos dimensiones: la judicial y la política. La primera es particularmente complicada por la dificultad para hallar pruebas contundentes. Es probable que todo termine en la palabra de unos contra otros, sin que jamás se determine la ruta que siguió el dinero de las supuestas coimas.
La segunda dimensión, la política, no parece tan compleja. Se trata de tomar decisiones en el corto plazo para facilitar la gestión de un gobierno con al menos dos de sus integrantes sospechados por la sociedad. Y de diseñar reformas políticas para prevenir hechos similares y garantizar la transparencia, además de mejorar los métodos de representación.
La amansadora
Con el retorno de Fernando de la Rúa a la Argentina, surgieron enormes expectativas sobre modificaciones en su gabinete. Sin embargo, el primer mandatario negó enfáticamente que estuviera pensando en cambios. No quiere decir que no los haya en algún momento; el problema es que los tiempos con que se maneja De la Rúa pueden resultar exasperantes para mucha gente.
El jefe del Estado optó, al menos hasta ahora, por la cronoterapia , esto es, por dejar que el propio tiempo vaya diluyendo la crisis. Dejó de lado, consecuentemente, la terapia oriental , que ve en toda crisis una oportunidad para una refundación.
Algunas comparaciones entre De la Rúa, Hipólito Yrigoyen y Arturo Illia son inevitables. En 1928, cuando Yrigoyen inició su segundo período presidencial -según cuenta el historiador y novelista Manuel Gálvez-, para que no quedaran dudas sobre la transparencia de sus actos de gobierno, resolvió revisar personalmente, una por una, todas las cuentas del Estado. Esto generó notables atrasos en la administración pública, que determinaron que cada vez más gente se amontonara en la antesala del despacho presidencial, a la espera de una resolución favorable a sus trámites. Se comenzó a hablar así de la amansadora . Un estilo parecido se le atribuyó a Illia, a quien sus críticos equiparaban con una tortuga. Pese a ese calificativo, nadie ponía en duda su proverbial honradez. Algunos estudiosos recuerdan que Illia devolvía intactos los fondos reservados de que disponía como presidente. Sólo en dos oportunidades los utilizó y en ambos casos los justificó con las facturas correspondientes: la primera vez fue para alquilarse el traje para una ceremonia oficial, y la segunda para pagar los pasajes del elenco de la Comedia Nacional del Teatro, que dirigía Luisa Vehil y representó a la Argentina en un festival internacional en París.
Hoy la amansadora persiste, aunque se ha mudado hacia millones de argentinos que esperan en la gran antesala de la Justicia una respuesta a su fuerte percepción de corrupción.
El problema es que, frente a la lentitud del Poder Judicial y a la desconfianza que inspiran muchos de los jueces, la opinión pública ya no espera sus veredictos y emite, en cambio, sus propias sentencias. Y hasta puede darse el caso de que la Justicia absuelva, pero el pueblo no.
En consecuencia, cabe preguntarse hasta qué punto es razonable que el presidente de la Nación aguarde el veredicto de la Justicia para tomar decisiones acerca de sus colaboradores más sospechados y desoiga el veredicto popular.
La peor corrupción
La cronoterapia que parece haber elegido De la Rúa choca con varios aspectos de la realidad. Por un lado, las dificultades derivadas de los severos cuestionamientos que recibió el ministro de Trabajo, Alberto Flamarique. ¿Cómo podrá este funcionario llevar a efecto la reglamentación pendiente de la ley de reforma laboral cuando está acusado de haber logrado la sanción de esa norma con una Banelco?
Por otro lado, el crecimiento que ha tenido el problema de la corrupción en la administración pública como preocupación central de la ciudadanía en las últimas semanas. La más reciente encuesta de Ibope OPSM, que coordinó Enrique Zuleta Puceiro entre el 13 y el 15 del actual entre 400 personas de la Capital Federal, así lo demuestra: el 67,7% de los consultados le atribuyó "mucha importancia" a la corrupción en el sector público. El dato clave es que hasta antes de que estallara el escándalo del Senado, menos de tres de cada diez personas le asignaban a esa cuestión tal grado de relevancia.
Según el coordinador del relevamiento, aquel hecho tiene un agravante: "Que la sospecha de corrupción alcance a representantes conspicuos de oligarquías senatoriales del peronismo del interior no sorprende a nadie. Pero que alcance a representantes de la nueva política de renovación prometida por la Alianza golpea moralmente, desanima y enfurece a la sociedad", expresó Zuleta Puceiro. Se aplica con crudeza al Gobierno aquello de corruptio optimi pessimi de que hablaban los moralistas medievales. En otras palabras, la corrupción de los mejores es la peor de las corrupciones.
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