Es la educación, estúpido
Ante la imperiosa necesidad de reconstruir (o construir mejor) la sociedad argentina, es necesario comprender desde un principio que esta crisis es económica como efecto pero no como causa. Parafraseando un viejo refrán, podemos afirmar que "a aquellas lluvias socioculturales, estos lodos financieros". Si no lo entendiésemos así, equivocaríamos el diagnóstico y, lo peor, equivocaríamos la medicación, al caer en el falso optimismo de creer que esto se arregla con un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional o con eficaces medidas económicas.
Otro facilismo más: muchos han caído hoy en el indignado "que se vayan todos", sin vislumbrar que, mientras no nos aboquemos a educarlos (y educarnos) mejor, los que vendrán han de ser tan incapaces como los que se alejan. Claro que estamos hartos de la proliferación de vivillos, parásitos, coimeros, ignorantes y ladrones en la función pública. Pero seguiremos con más de lo mismo si no mejoramos el nivel de calidad de nuestras clases dirigentes.
Al revés de Bill Clinton, convendría decirnos: "No es la economía: es la educación, estúpido". Porque tan copiosa cosecha de sinvergüenzas no nace por generación espontánea. Nosotros nos hemos esmerado en cultivarla (o tolerarla) a través de los años. Hoy podemos ahuyentarlos, podemos también juzgarlos y llenar las cárceles con ellos, y aun ampliarlas para que quepan todos, pero si no terminamos con la producción de nuevas camadas, esto será historia de nunca acabar.
Hace ya muchas décadas, un fullero internacional que había venido a probar fortuna y mañas con nuestros fulleros nativos, al irse desplumado del país (y por los del país), declaraba: "Aquí, el más tonto sirve para obispo". En suma, nuestra viveza criolla viene de muy larga data. Con los años la hemos perfeccionado, hasta llegar al aquelarre actual, en que -demos un único ejemplo- muchos impacientes candidatos a ser raptados se anticipan a raptarse a sí mismos, para disputarles el dinero familiar del rescate a los posibles raptores.
Posiciones, como en la guerra
En otras palabras, aquí las víctimas compiten deslealmente con los victimarios, dándonos el testimonio candente de que la médula de nuestra sociedad está muchísimo más enferma de lo que nos queremos imaginar.
No es fácil atinar con la causa última de nuestros males. Ya H. A. Murena rechazaba por superficial la interpretación economicista: "Estos pueblos quedaron marcados para siempre por los estigmas del dinero y, sumidos en lo económico, en lo material, postergaron y menospreciaron los valores del espíritu". ¿Dónde encontrarla, entonces?
En épocas más prósperas para el país, José Ortega y Gasset, sin duda uno de los más lúcidos viajeros, que convivió con nosotros y se atrevió a hablar claramente de nosotros, señaló con visión profética el germen de muchos de los males que hoy nos aquejan.
Nos precisó así que en la Argentina casi nadie está donde está o debería estar, sino por delante de sí mismo, por un fenómeno de espejismo que le hace vivir desde sus ilusiones como si ellas fuesen ya realidad. Comprueba que al argentino le preocupa en forma desproporcionada su figura o puesto social, y ante esto formula dos hipótesis: "1ª, que en la Argentina el puesto o función social de un individuo se halla siempre en peligro por el apetito de otros hacia él y la audacia con que intentan arrebatarlo; 2ª, que el individuo mismo no siente su conciencia tranquila respecto a la plenitud de títulos con que ocupa aquel puesto o rango", para concluir que, donde la audacia es la forma cotidiana del trato, es forzoso vivir en perpetua alerta.
De aquí surgen conclusiones alarmantes: en la Argentina (¡ya en 1940!) cualquier individuo puede aspirar a cualquier puesto, porque la sociedad no se ha habituado a exigir competencia. "El tanto por ciento de personas que ejercen actividades y ocupan puestos de manera improvisada resulta enorme. Esto lo sabe muy bien cada cual en el secreto de su conciencia: sabe que no debía ser lo que es. [...] Los oficios y puestos o rangos suelen ser situaciones externas al sujeto, sin adherencia ni continuidad con su ser íntimo. Son posiciones, en el sentido bélico de la palabra, ventajas transitorias que se defienden mientras facilitan el avance individual. [...] La vida de la persona queda escindida en dos: su persona auténtica y su figura social o papel."
Esta dramática visión de Ortega y Gasset nos lleva hacia algo que en la Argentina es un verdadero deporte nacional: la "figuronería", o sea, el afán de figurar, que nos ha dado tanta mala fama en el extranjero, donde se acuñó aquel dicho de que a un argentino hay que comprarlo por lo que vale y venderlo por lo que cree valer.
El afán de figurar
El diccionario define al figurón como "hombre fantástico y entonado, que aparenta más de lo que es". Claro que figurones hay en todo el mundo, pues hasta G. K. Chesterton describió a un personaje vacuo que "de espaldas parecía el hombre que iba a salvar a la nación". Pero, aunque también los haya afuera, en la Argentina hay figurones en superabundancia. ¿Quién lo podría negar? Como prueba, recordemos tan sólo cómo prendió en el imaginario popular un personaje humorístico llamado precisamente Figureti, que se daba el lujo de acercarse delante de las cámaras televisivas al presidente Clinton y hasta fue agasajado por muchos políticos nuestros que, ansiosos de alcanzar la popularidad mediática, supieron mezclar realidad y ficción con algo de grotesco pirandelliano.
La pregunta por hacerse es si el figurón cree ser mejor de lo que es, o tan sólo aparenta serlo. Para Ortega y Gasset, el argentino tiene otros defectos (frivolidad, estar preocupado tan sólo por sí mismo, carecer de vocación, ser egoísta, etcétera), pero cree que en este tema el argentino no engaña sino que se engaña a sí mismo. Así, sería un idealista cuyo ideal es la idea que tiene de sí mismo, y por eso vive atento a la figura ideal que de sí mismo tiene: "El argentino típico no tiene más vocación que la de ser ya el que imagina ser. Vive, pues, entregado, pero no a una realidad sino a una imagen". Y esto es lo más grave, porque "no hay manera más cierta de no mejorar que creerse óptimo".
En suma, mientras el argentino no abandone su soberbia y su sobrevaluación, no va a mejorar, y así tampoco mejorará nunca nuestro país, ni aunque lográsemos regresar alegremente a la petulante realidad del "plus riche qu´un argentin" del París de la Belle Époque.
La pregunta final sería si todo esto es producto de nuestra educación o de nuestra idiosincrasia (rasgos, temperamento, carácter distintivos y propios de un individuo o de una comunidad). Ojalá sea nuestra mala educación, y podamos mejorarla. Si no, seguiremos siendo los estúpidos de la historia.