Es la hora de la responsabilidad
NO se puede gobernar el país desde la mesa polémica de un bar. Tampoco desde la oscuridad de entornos vidriosos que convierten cada medida de gobierno en una obra diletante de cortesanos del poder. Los problemas estructurales que exhibe hoy la Argentina son de tal magnitud, que requieren más que nunca responsabilidad, audacia y creatividad para resolverlos.
No estamos en crisis por un simple recambio ministerial. Estamos en crisis porque carecemos de un gran proyecto de transformación. Y entonces la tarea de gobernar se reduce a una simple maratón mediática, con liftings marketineros y piruetas publicitarias. Estrategias de corto vuelo que les pueden servir a ciertas personas para salvar su propio pellejo, pero que no se traducen en soluciones concretas para los problemas nacionales.
Asistimos así a una encrucijada institucional mayúscula en la historia democrática de la Argentina. Peligroso es negarla, reafirmando la idea fracasada del piloto automático o haciendo simplemente la plancha en sus múltiples versiones. Peligroso es confundir buen gobierno con tramposa gobernabilidad. Gobernabilidad no puede ser continuidad en el error, ni mucho menos sinónimo de impunidad, con difusa división de poderes, instituciones mancilladas que mantienen lealtades corporativas, estructuras de corrupción ramificadas y consentidas, funcionarios sospechados y ascendidos, afirmación de autoridad sin ejemplaridad... y la cínica idea de que un plan económico, sin un marco de seguridad jurídica y moral que lo avale, por sí solo puede sacar a la Argentina de la peor recesión del último medio siglo. Si falta una gran causa, si se carece de un gran proyecto, el poder se convierte en una máquina que tritura. O en un fin en sí mismo, que alimenta el ego, la fortuna, las internas y el hambre de protagonismo de sus privilegiados ocupantes. Los actores que abandonan ideales, los aprendices de maquiavelos, los funcionarios atornillados a sus sillones de mando, son la degradación final de una etapa. Representan la chispa que enciende la indignación cívica, pero sus figuras mancilladas no pueden distraernos de los signos más estructurales y perversos de un modelo que se derrumba en sus múltiples órdenes: el político, el económico y el social.
Cuentas pendientes
Falta un rumbo, el planteo de un nuevo modelo para la Argentina, y para construirlo no alcanzan los gestos heroicos (por más loables que puedan parecer en un primer instante) de renuncias a responsabilidades ni de denuncias que la ciudadanía percibe como válidas.
Si la decadencia es terminal y el cáncer de la corrupción avanza, las medias tintas no caben. Limitar la cuestión a un mero problema de figuras demonizadas que permanecen en el gobierno o a la incorporación de segundas líneas partidarias en los gabinetes ministeriales es embelesarse con la alfombra roja del mando, que marea y narcotiza y aísla de la realidad. ¿Alguien puede suponer en nuestros días que vamos a desterrar la impunidad convirtiendo la administración en un juego de batalla naval, donde todo consiste en ganar (o hundir) casillas en un tablero burocrático, o en el reparto angurriento de porciones de poder entre facciones políticas?
En la Argentina se derrumba el Muro de Berlín de un viejo orden que ya no ofrece respuestas a la gente. Es hora de rescatar voluntades colectivas para proponer un nuevo modelo de República, que no entienda la gobernabilidad como lealtad mafiosa y que no reemplace al cinismo del "roban pero hacen" por la hipocresía del "roban menos porque no hacen nada".
La ciudadanía no puede ser tomada de rehén por una lucha intestina en los poderes del Estado, ni mucho menos por un canje de encubrimientos que tape los males de hoy con los malos remedios de ayer. Frente a esta ruptura el riesgo es grande: el revoloteo de los que se enriquecieron con la función pública y ahora buscan tender puentes de plata para asegurar que "la casa siga en orden" y que el mutuo encubrimiento proteja (cuando en realidad mata) a las instituciones. Pero grande es también la oportunidad: sincerar un sistema decadente también puede dar lugar a nuevas bases de coincidencias, fundamentadas en la verdad, el sincero patriotismo, la genuina vocación de no convertir la Argentina en una republiqueta donde sólo cabe la cola frente a un consulado para emigrar o la indiferente mirada que demuestra la fuga cívica del "no te metás".
La agenda de la gente no conoce de operadores, candidaturas prematuras ni gestos políticos cuya única consecuencia parece consistir en vaciar de contenido el espacio democrático. La agenda ciudadana sigue teniendo cuentas pendientes en materia de seguridad, empleo, reactivación productiva, reforma educativa, reingeniería del sistema político y electoral, lucha contra las mafias de la evasión impositiva y el narcotráfico, reorganización del servicio de justicia, respeto a la ley. Asignaturas, todas, que no pueden encararse como un mero ejercicio gerencial sin un liderazgo político firme que las sustente. Liderazgo que, en esta hora crucial, requiere algo más que una voluntad unipersonal, para fortalecer nexos transversales entre todos los actores de buena voluntad que aspiramos a un país con buen gobierno. No hay país sin proyecto. No hay proyecto sin país.
Es la hora de la responsabilidad.