Esa extraña pasión por el delito
No deja de ser llamativo el renovado interés que el género policial ha despertado alrededor del mundo; la Argentina no es la excepción
No sabría si llamarlo moda, pero no deja de ser llamativo el renovado interés que el género policial ha despertado alrededor del mundo: todo el tiempo se editan nuevas sagas literarias, se estrenan nuevas series televisivas, se inauguran nuevos festivales (en Buenos Aires, sin ir más lejos, terminó hace algunos días la quinta edición del festival BAN!). Quizá tenga que ver con la inestabilidad social, económica y política durante este cambio de siglo: desde el nacimiento del género, hace más de doscientos años, cada vez que el público se volcó en masa al consumo de productos asociados al policial lo hizo en coincidencia con momentos históricos de crisis y transición. La ficción policial permite asomarse al universo del delito sin riesgo físico, estimular las fantasías proyectadas sobre las oscuras fuerzas que rigen nuestra sociedad y, al mismo tiempo, obtener como recompensa, al final del camino, cierto sentimiento de orden y reparación.
En la Argentina, donde las instituciones estatales (el Gobierno, la Justicia, la Policía) minaron desde un principio el verosímil necesario para el desarrollo de una tradición propia, no fueron pocos, sin embargo, los escritores que se dedicaron a cultivar el género, aunque lo hicieran desde el terreno de la edición: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares seleccionaron durante décadas los títulos de la colección "El Séptimo Círculo"; Rodolfo Walsh y Ricardo Piglia diseñaron colecciones y antologías. Desde hace un tiempo Luis Chitarroni, responsable de uno de los sellos literarios más sofisticados del mapa editorial argentino, La Bestia Equilátera, viene dedicándose a rescatar títulos y autores poco difundidos de la novela negra americana (tan olvidados que LBE se vio obligada a mencionar, en más de una ocasión, que no pudo encontrar a los dueños de los derechos de esas obras).
En la Argentina, donde las instituciones estatales (el Gobierno, la Justicia, la Policía) minaron desde un principio el verosímil necesario para el desarrollo de una tradición propia, no fueron pocos, sin embargo, los escritores que se dedicaron a cultivar el género policial.
En serie con libros anteriores como Uno es un número solitario de Bruce Elliott, o la magistral Mi ángel tiene alas negras, de Elliott Chaze, acaba de aparecer El nombre del juego es muerte, de Dan J. Marlowe (1914-1986), autor de una veintena de obras del género. La novela, que en su tiempo llamó la atención del ladrón de bancos más célebre de Estados Unidos, Al Nussbaum, comienza con un asalto en donde las cosas no salen como estaban planeadas. Desde ese momento, la vida del narrador y protagonista Roy Martin se transforma en un escape escalonado por tiros, muertes y fugas. El libro, publicado originalmente en 1962, tiene todos los ingredientes de la novela negra clásica (policía corrupto, mujeres fatales, cierta devoción por las máquinas, sean autos o pistolas, dosis iguales de reciedad y misoginia, un botín desaparecido), lo que parece no haber cambiado sustancialmente en más de cincuenta años. Tal vez eso tenga que ver con la vigencia actual del género: uno puede leer El nombre del juego es muerte y advertir sus ecos en series televisivas como Fargo y True Detective (las similitudes entre Galveston, la novela de Nic Pizzolatto y guionista de True Detective, y El nombre del juego es muerte son tan llamativas que solo pueden deberse a las coincidencias de un género tan codificado como el policial).
Por otro lado, la sangre fría y el caracter imperturbable de Roy Martin recuerdan, en más de una ocasión, al asesino implacable de No es país para viejos, la novela de Cormac McCarthy adaptada al cine por los hermanos Cohen en 2007. En el personaje que interpretaba Javier Bardem en aquella película, las maquinaciones de esa personalidad algo autista permanecían en las sombras. Aquí, en la novela de Marlowe, el forjamiento de la moral del protagonista está ilustrado con excursiones al pasado, donde los abusos observados durante su infancia y juventud terminan por definir su extraño sentido de la justicia. El día que la Policía encarcela sin pruebas a un ex criminal, Roy Martin se convierte definitivamente en un renegado: "Ese día renuncié a la raza humana. Nunca volví a mi trabajo. Desde entonces, nunca más busqué empleo. A partir de ese momento, solo trabajé fuera de la ley. Si así eran las cosas, jugaría con sus reglas".
El personaje de Roy Martin no carece de patrones morales: lo que sucede es que sus valores están subvertidos. Puede liquidar sin miramientos a un hombre o a una mujer, pero se detendrá en medio de la ruta a auxiliar a un perro que fue atropellado por un auto. Conozco a algunas personas que, si pudieran elegir, vivirían de acuerdo a los preceptos de Martin. Es uno de los secretos de la seducción del policial: la identificación con el héroe. Por fortuna, otra de las reglas implícitas del género es que todas las acciones acarrean sus consecuencias. Ya sea en la ficción, como el la vida real, el destino de los héroes suele ser trágico.