Esperando al euro
Por Claudio Magris Para Corriere della Sera y LA NACION
La imaginación humana, bastante limitada, no logra superar la realidad, mucho más fantástica. A principios de noviembre de 1989, cuando ya habían comenzado las grandes demostraciones en Berlín Oriental, nadie creía que pudiera caer el Muro. Me acuerdo de un joven director alemán oriental, comprometido activamente en aquellas protestas, que declaraba que la situación era incierta y que podía pasar cualquier cosa, hasta una represión sangrienta, pero que el Muro duraría todavía muchos años. Dos días después el Muro ya no existía más, y él era uno de los que habían ayudado a derribarlo.
Dentro de dos meses, el euro estará en nuestras manos, lo sacaremos del bolsillo para pagar un café, pero en verdad todavía nos cuesta creerlo. Muchos de nosotros no sabemos bien cuánto vale: está lejos, forma parte de un futuro neblinoso que, más o menos inconscientemente, se quiere diferir. La lira o el marco ya están agonizando, pero los usamos como si estuvieran destinados a durar quién sabe cuánto.
El euro todavía es casi un objeto de culto y suscita escepticismo, perplejidad, temores; sugiere fáciles juegos de palabras con "neuro" y sus derivados. Tal desconfianza no deriva solamente de la debilidad demostrada hasta ahora en la guerra que le ha declarado el dólar, guerra que ha arrastrado y debilitado a Europa también en los sangrientos y no metafóricos campos de batalla de Kosovo. Euro quiere decir Europa, y su buena o mala salud dependerá de la fuerza o de la fragilidad de Europa, de su capacidad o incapacidad para ser una realidad política concreta y autónoma.
Sobre el euro pesan varios prejuicios; por ejemplo, las quejas contra una Europa materialista, despojada de alma. Lloriqueo vacuo, porque no tiene sentido contraponer el alma al dinero. También en el uso -humano o inhumano, egoísta o solidario- del dinero se revela la calidad de un alma. En la parábola evangélica, el óbolo de la viuda subraya el humanitarismo y la bondad de la mujer.
Por otra parte, se proyecta también sobre el euro la vaga ansiedad frente a la globalización, el miedo a una uniformidad que anule las diversidades. Hoy se está desarrollando, a escala planetaria, un proceso que recuerda la gran transformación ocurrida en la Grecia del siglo V antes de Cristo por el surgimiento de la polis , la ciudad Estado, y el ocaso de las antiguas comunidades familiares y tribales. A aquella crisis, que era asimismo progreso, la civilización griega -como observó una vez Beniamino Andreatta- respondió con la tragedia, con las historias luctuosas y a la vez luminosas de los Atridas, de Edipo y de Antígona.
La individualidad en su sentido más fuerte y clásico, inconfundible en su peculiaridad pero portadora de lo universal, es ciertamente el fundamento de la civilización europea. Pero ésta no se ve amenazada solamente por la nivelación general sino también, y quizás en mayor medida, por el particularismo regresivo de las diversidades salvajes. Algunos temen en el euro la anulación de las particularidades nacionales y locales. Pero sería inútil sentir nostalgia por una "anarquía de átomos" aislados y dispersos, para usar la expresión de Nietzsche, y soñar con una Europa parecida a los principados de Valaquia y Moldavia en el siglo XIX, en los que circulaban setenta monedas diferentes.
Solamente una Europa fuerte y unida, con el euro como elemento aglutinante, puede proteger concretamente las diversidades culturales, lingüísticas y religiosas tradicionales que la componen. Hoy las diversas nacionalidades que en Suiza usan todas el franco están más protegidas que aquellas que usan distintas monedas nacionales en los Balcanes. No estaría mal que el euro se pareciese al sestercio romano o a la corona de Francisco José, símbolos de una ley común que defiende a los débiles de la prepotencia de los más fuertes.
Más bits que átomos
Se teme en el euro una Europa niveladora, dirigida por los países más poderosos en detrimento de los otros. Pero la globalización hoy ya es una realidad, y también lo son los desniveles entre las naciones más ricas y las más pobres: con euro y Europa o sin euro y Europa, es de todos modos más fácil que los alemanes compren Lisboa y no que los portugueses compren Berlín. Justamente por eso es necesario un Estado europeo unitario, con el euro como símbolo, premisa y elemento aglutinante, que pueda controlar y atenuar estos desniveles y por ende proteger mejor a las culturas numérica y económicamente más débiles.
La resistencia tácita al euro deriva de su abstracción. No tiene historia. Todavía no tiene para nosotros ni forma ni color. No se asocia con recuerdos, con vivencias o sentimientos del pasado, no habla a la memoria, como ocurre en cambio con las monedas aceptadas y gastadas por el tiempo, que nos incitan a la fantasía, como las de aquella canción que suspiraba: "Si pudiera tener / mil liras por mes". O las tres monedas que el buen soldado, en la fábula, le da a la vieja mendiga. Incluso, el euro se parece poco o nada a los luises que relucen en Los tres mosqueteros o a aquel napoleón de oro que, según la tradición de mi familia, a un tatarabuelo mío le gustaba sacar cada tanto, con orgullo, del bolsillo.
Comparado con las monedas y los billetes -que se pueden palpar, sopesar, oler-, el euro aparece como algo virtual, conformado prácticamente más por bits que por átomos. Con respecto a los escudos, a las liras, a los florines presentes en la memoria de las generaciones, el euro parece el fruto de un arbitrio, de una voluntad abstracta, construido más que desarrollado naturalmente. Pero todas las cosas, al principio, están privadas de la pietas del pasado, y con frecuencia surgen por un acto de deliberada voluntad que parece violentar a la vida: tanto el franco como la peseta reemplazaron, en su momento, a monedas más antiguas y prestigiosas. Un anciano lleno de recuerdos es más fascinante que un embrión, pero éste está iniciando una vida también pintoresca y aventurera.
Personaje literario
El dinero es, de por sí, la abstracción por excelencia, una cosa que no vale por sí misma sino porque transforma todo en otra cosa y parece volatilizar el objeto de uso en el proceso inmaterial del canje. Pero el dinero puede llegar a ser terriblemente concreto: el billete de no sé cuántos millones o billones de pengš húngaros conservado en el Museo Guinness de Londres es siniestramente real, un desmesurado personaje de carne y hueso, el gigante de un poema épico. Espero que el euro no sufra nunca una hinchazón monstruosa semejante, pero creo que puede convertirse, en el futuro, en un verdadero personaje literario, como las guineas de Defoe o los francos de Balzac.
Como se ve, hago todo lo posible por hacerme el progresista y cantar mi Ja und Amenlied , la canción nietzscheana del "sí y así sea", al fluir de las cosas y, por consiguiente, al advenimiento del euro. Naturalmente, tengo un pequeño sobresalto cuando pienso que tendré que pagar, y calcular, en euros las botellas de vino de la próxima vendimia. Y trato de consolarme tarareando una vieja canción de hace más de un siglo: "Mamma mia, dammi cento lire/che in America voglio andar".
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