Estamos jugando con fuego
Porque de otro modo sería imposible, hablamos sin detenernos a pensar en lo que cada palabra significa. Tejemos, sin darnos cuenta, una red de símbolos completamente transparente a la que solemos confundir con la realidad. Diré más: excepto en situaciones extraordinarias, cuando las emociones más primigenias nos embargan, eso que llamamos realidad (o sea, eso para lo que también tenemos una palabra) es para nosotros un acorde inextricable de símbolos, donde cada nota resuena con otras en una reverberación tan compacta que nos impide, tal vez por fortuna, percibir en estado puro todo lo que es. ¿Qué tan rojo es el rojo por llamarse rojo y no más blandamente azul? Ah, cierto, “eso que llamamos rosa tendría el mismo dulce perfume si la llamáramos de otra manera”. Más palabras.
Una de esas palabras es energía. La usamos para referirnos a una persona muy activa y para dictar una cátedra de física. Aparece cuando se discuten las tarifas de los servicios públicos y en el acomodaticio discurso esotérico. En total, tenemos energía por todos lados, y sin embargo la matrioshka semántica nos impide ver que esta palabra encierra uno de los principales conflictos de la condición humana. Miremos un poco más de cerca.
La historia es tan simple como perturbadora. Todo lo que vive en este planeta (y es posible que ocurra lo mismo en los otros planetas que albergan vida) consume energía. En rigor, esta frase no es del todo correcta, pero no vamos a entrar en detalles. El asunto, dicho sin muchas vueltas, es que no podés estar vivo sin tomar energía de alguna parte y, mediante algún mecanismo, transformarla en otra cosa. Músculo, movimiento, rosas rojas, sinfonías, es lo de menos. Toda ecuación que incluya la vida requiere energía, inexorablemente.
Si te regalan un gatito de cerámica pintada –más allá de que hizo falta energía para concebirlo, modelarlo, pintarlo y hornearlo–, vos sos muy consciente de que no hay que darle de comer; no maúlla, no deambula por el jardín y no duerme en el sofá. El gatito de cerámica no necesita energía. Al revés, se entiende, que un gato de verdad, que toda vez que te mira fijo para que le des su ración diaria está solicitando eso, energía.
Ahora bien, uno de los lujos que puede darse el universo es el tiempo. La vida en la Tierra se tomó unos 3000 millones de años para pensar las cosas. Miraba el otro día cientos de insectos muy pequeños volar sin sentido aparente, translúcidos y apenas visibles, sobre la laguna, a la hora del crepúsculo, y aunque ignoro las razones, hacían eso por algún motivo; nada es porque sí en la naturaleza. Al hacerlo, además, consumían energía. Pues bien, la única usina con la que cuenta la vida es el Sol. Cada organismo en este planeta comparte este rasgo notable: no necesita cables ni baterías. Salvo nosotros, los humanos.
Al revés que un paramecio o un elefante, los humanos dependemos del fuego prometeico. Aprendimos así a liberar la energía solar contenida en los combustibles fósiles o en ciertos elementos de la tabla periódica, como el uranio, que nace de las supernovas. Llegado el caso, atrapamos esa energía de forma más o menos directa, aunque para construir esos artilugios hace falta –vaya– alguna fuente de energía.
Deberíamos asumirlo. Hace unos 400.000 años que quemamos cosas de forma más o menos regular. Este rasgo, nos guste o no, nos define. La ciencia está buscando formas de producir energía casi infinita y perfectamente limpia; parecernos al Sol, digamos. Mientras tanto, daríamos un gran paso si dejamos de lado la matriz simbólica de las palabras por un instante y vemos que cada vez que encendemos una lamparita, un fósforo, el smartphone, el horno o el coche estamos haciendo algo que ninguna otra especie en este planeta hace. Por eso tenemos que ser cuidadosos. Porque estamos jugando con fuego.