Estampa de un caudillo: Adolfo Alsina
Adolfo Alsina llenó con su figura imponente de caudillo toda una época de nuestra historia. Trascendió el ámbito de la Buenos Aires bravía y combativa de los días de la Organización Nacional, para convertirse en el símbolo de los que buscaban alternativas nuevas dentro del intrincado proceso político que comenzó tras la batalla de Pavón (17 de septiembre de 1861) a la que marchó como coronel jefe de una brigada de milicias. Contaba con partidarios capaces de dar la vida por él en rudos entreveros a daga y bala, y también con amigos en los que se conjugaban la admiración personal y las coincidencias sobre el modo de conducir la República.
Nació en Buenos Aires, el 14 de enero de 1829, en el hogar de Valentín Alsina y Antonia Maza. Su padre, siempre grave, siempre vestido de negro, “de luto por la patria”, según se dijo alguna vez, le insufló ese desmesurado amor por Buenos Aires que lo llevó a encabezar por años el Partido Autonomista.
Don Valentín era un unitario convencido y militante; de ahí que debiera huir a Montevideo apenas Juan Manuel de Rosas asumió por segunda vez el gobierno. Como otros argentinos, aquel profesor de derecho natural y antiguo diputado ante la legislatura de Buenos Aires, se embarcó subrepticiamente hacia “la Banda Oriental”, como se la llamaba con nostalgia aunque hubiera obtenido la independencia. Adolfo, que había comenzado estudios en su ciudad natal, los prosiguió en la no menos agitada tierra de Artigas. Cuando las tropas del general Manuel Oribe pusieron sitio a Montevideo, el joven dejó los libros y comenzó a trabajar en una barraca para ganar el sustento.
Después de la batalla de Caseros volvió a Buenos Aires y, como su padre, se mostró enseguida adversario de Urquiza: Adolfo, con otros jóvenes, integró la Logia Juan Juan, cuyo objetivo era asesinar al gobernante entrerriano. Enterado, don Valentín lo reprendió con dureza, y el muchacho se dedicó a concluir sus estudios de derecho mientras la provincia, separada de sus hermanas, iniciaba su vida como Estado independiente.
Muchas veces, en la casa paterna, en las calles, en las improvisadas redacciones de los periódicos, se encontró con quien sería su adversario político más conspicuo, Bartolomé Mitre, que sólo le llevaba ocho años y que alzaría la bandera “nacionalista” frente al localismo exacerbado de otros dirigentes.
Después, Adolfo Alsina, que había obtenido su título de doctor en jurisprudencia, tomó las armas para combatir contra la Confederación, en Cepeda. Luego del Pacto de Unión Nacional, que alejó a su padre del gobierno porteño, fue miembro de la Convención ad hoc que reformó la Constitucional Nacional en 1860. Dos años más tarde, ocupó una banca en la Cámara de Diputados.
Cuando se trató la federalización de Buenos Aires, su voz de trueno se elevó para combatirla. Más que discursos conceptuosos, pronunciaba arengas que golpeaban el corazón de una barra. Su arrojo, su figura imponente y enhiesta, sus ojos oscuros, magnetizaban a la muchedumbre, que veía en él la encarnación del espíritu porteño.
Paul Groussac lo retrata de este modo: “Alto, musculoso, de facciones enérgicas y modales sueltos, el hijo algo desbaratado del pulcro don Valentín (uno de mis predecesores en la Biblioteca, a quien alcancé a conocer como presidente del Senado nacional) tan poco se parecía a su padre en lo moral como en lo físico –dejada aparte, se entiende, la característica de talento y caballerosidad que en ambos resplandecía–. Toda la sustancia virtuosa que en el proscripto de Rosas fue honradez y clara razón, tal vez algo pasiva, resultaba en el descendiente –acaso por herencia materna de Antonia Maza, hija y hermana espartana de víctimas ilustres– intrepidez varonil y arrojo impulsivo, no desprovisto, por cierto, de impulsiva habilidad. Como todos los grandes caudillos populares, Alsina aunaba en su actuación la iniciativa resuelta e impulsora que impone a los partidarios, con la llaneza cordial que les atrae y encadena. En sus quince años de jefatura política supo mostrarse el más autoritario y eficaz, al par que el menos formalista y solemne de los conductores de hombres: el más indómito ante la resistencia irracional, a la vez que el más dócil casi siempre a la razón persuasiva. Acaso, para las nuevas generaciones que no conocieron al personaje ni están muy al tanto de sus actos e índole, pudiera resumirse grosso modo la figura y aun la figuración de Alsina diciendo que en ellas se amalgamaban, por mitad, las más modernas y familiares de Pellegrini y Alem, quienes, por otra parte, a la sombra de aquél y a favor de su triunfante candidatura a la gobernación de Buenos Aires, hicieron juntos las primeras armas”.
Don Adolfo abrió, después de Mitre, que fue el primer magistrado de la Argentina unificada, la fatídica racha de ex gobernadores de Buenos Aires que no pudieron llegar a presidentes. En efecto, rigió los destinos de la provincia desde 1866. En 1867, al aproximarse la renovación del Poder Ejecutivo, fue candidato del Partido Autonomista. Era la opción entre el Partido Nacionalista, de Mitre, y el viejo Partido Federal, de Urquiza. Al lado de Alsina se ubicaron los primeros mandatarios de Córdoba, Mateo Luque, y de Santa Fe, Nicasio Oroño, quien se postulaba como vicepresidente. Esta unión de provincias, temible por la importancia de sus componentes y recursos, fue, según Isidoro Ruiz Moreno, la primera “Liga de Gobernadores” de nuestra historia electoral.
Sin embargo, el veto del presidente Mitre, expresado en su célebre Carta de Tuyú Cué, lo obligó a renunciar a sus aspiraciones. Pero Domingo Faustino Sarmiento lo incorporó a su fórmula y fue vicepresidente hasta 1874. El temperamento autoritario del sanjuanino no le brindó la posibilidad de otra cosa que no fuera, según dijo una vez, “agitar la campanilla del Senado”.
Volvió a postularse para la renovación de ese año, mas el vigoroso respaldo del sanjuanino consagró a su ministro de Instrucción Pública, Nicolás Avellaneda.
Por entonces, LA NACION destacó sin ambages el modo en que Sarmiento lo había “dejado en la estacada”, pero Alsina, sin duda íntimamente convencido de que la afirmación del diario de Mitre era cierta, prefirió disimular lo ocurrido y aceptó colaborar con el nuevo mandatario, cosa que le reprocharon acremente algunos de sus amigos, entre ellos, Nicasio Oroño, que “había quemado un campo”, malvendiéndolo, para respaldar una candidatura que no cristalizó.
Leal a sus principios y deseoso de llevar adelante un programa de verdadera unión nacional y solución de problemas tan serios como el de la frontera, aceptó el ministerio de Guerra y Marina. El viejo caudillo perdía su prestigio empujado por los nuevos dirigentes de su partido, cuando, en pleno viaje por la línea de fortines, se sintió repentinamente enfermo. Una dolencia fulminante lo desplomó y murió en la Buenos Aires de sus amores el 29 de diciembre de 1877, dejando un ejemplo de honradez y austeridad sin tacha.