Expiación y sueño americano
Por José Octavio Bordón Para LA NACION
A principios de 1992 pocos pensaban que George H. Bush podía no ser reelegido. Compartía méritos por la caída del imperio soviético y acababa de derrotar a Saddam Hussein en una guerra rápida y con pocas bajas. Una resolución de las Naciones Unidas había facilitado la acción multilateral, con respaldo de países árabes. Sin embargo, el demócrata Bill Clinton triunfó. “Es la economía, estúpido” y “primero el pueblo” sintetizaron propuesta y liderazgo.
Ocho años después, el vicepresidente Al Gore aspiraba a suceder a Clinton, un presidente tan carismático como Kennedy o Reagan, y con un éxito socioeconómico tal que hay que remontarse hasta los 30, con F. D. Roosevelt, para encontrar un parangón. Lo derrotó en electores, no en voto popular, el campechano gobernador de Texas, George W. Bush. Asumió como presidente en un clima de prosperidad económica y superávit fiscal. El país parecía volver a encarnar la superpotencia mundial y el liderazgo moral de la democracia. El ataque a las Torres Gemelas profundizó ese paradigma. La guerra de Irak, la tensión con Irán, la teoría de la acción preventiva, el unilateralismo y el avance de los intereses de la seguridad sobre libertades y valores democráticos fueron algunas de las consecuencias. La caída de la imagen de los EE.UU. en el exterior, otra.
Más allá de las dudas sobre la guerra en Irak y otros temas domésticos e internacionales, Bush logró su reelección en 2004. John Kerry había cerrado la convención demócrata con un excelente análisis de los errores de la gestión republicana y una propuesta para superarlos. Pocos días después –y no casualmente en septiembre y en Nueva York–, el presidente fijaba, en millones de ciudadanos que seguían por TV la convención republicana, una frase contundente: “Cuando me preguntan por qué estamos luchando en Irak, les contesto que es porque no queremos volver a verlos aquí adentro”. La idea de que era el comandante en jefe necesario para derrotar el terrorismo y garantizar la seguridad fue más convincente que la propuesta de Kerry.
Sin embargo, algo estaba madurando en EE.UU. En cierto momento de la convención demócrata, un joven había llamado la atención con su discurso. Al finalizar había provocado una larga ovación. Era el candidato a senador por Illinois, Barack Obama. Dos años después, en 2006, los demócratas recuperaban la mayoría en ambas cámaras.
El cansancio por la burocracia de Washington, la sensación de que la nación más poderosa del mundo tenía pies de barro, al no ser capaz de afrontar el impacto del huracán Katrina, y la percepción de que la guerra de Irak era un callejón sin salida hizo desaparecer la mayoría republicana. También creció la idea de que la economía ya no ofrecía confianza para construir el futuro personal sobre la base del esfuerzo.
En este contexto se desató el más extenso y costoso proceso electoral. En el campo republicano, una amplia gama de candidatos expresaba la desorientación del partido frente al desgaste de la administración. Giuliani, el ex intendente de Nueva York, era el favorito. Entre los demócratas, Hillary Rodham Clinton parecía imbatible por capacidad, equipos, organización y recursos.
Barack Obama sorprendió al lanzar su candidatura, que muchos consideraron prematura: no tenía experiencia ejecutiva ni trayectoria en el Senado. Las versiones indicaban que el ex vicepresidente Al Gore podría sumarse a la competencia, revitalizado por su prestigio como militante ambientalista.
Me decía un zorro viejo de las elecciones norteamericanas: “Hoy todo parece conducir al triunfo de Hillary, pero en un proceso electoral tan largo hay que estar preparados para sorpresas”.
Veinte meses después, en el Hotel Williard, a metros de la Casa Blanca, el senador John McCain compartía una cena en un clima de respeto. El mantenía en pie su candidatura en la primaria republicana a pesar de la falta de recursos y la disminución en las preferencias del electorado. Ratificó su convicción de flexibilizar las políticas inmigratorias por respeto a gente que en algunos estados “hablaba en español antes de que llegaran las familias anglosajonas”. Reiteró sus ideas para fortalecer la posibilidad de un triunfo en Irak. A la pregunta del periodista Bob Woodward sobre sus primeras medidas como presidente, respondió: “Cerrar la cárcel de Guantánamo. Para derrotar el terrorismo hay que fortalecer el respeto por los derechos humanos”. Su fortaleza espiritual y los errores en la campaña de Giuliani generaron la sorpresa. Ganó con amplitud las primarias republicanas. Una reciente encuesta de Gallup indica que hoy derrotaría a sus eventuales adversarios. Pero, como diría el zorro viejo, aún falta mucho tiempo.
Con pocos días de diferencia, en el hotel Mandarin, Hillary compartía un desayuno. Impactó su capacidad para encarar temas y contestar preguntas, desde las relaciones con China hasta la influencia de la cultura digital en el proceso educativo. Le daban tratamiento de presidenta. Hoy está tratando de revitalizar su campaña para descontar la ventaja que le lleva el “novato” Obama.
¿Cual será el resultado final de las elecciones? Se pueden tener intuiciones, simpatías o deseos, pero difícilmente certezas. La agenda es mucho más amplia que en el pasado y las personalidades de los candidatos, particularmente diversas. No se trata sólo de quién puede ser el mejor comandante en jefe: se suma la importancia de las políticas de inmigración y salud, y la evidencia de que el déficit fiscal y comercial, más la explosión de la burbuja inmobiliaria y financiera, pueden llevar la economía norteamericana a su mayor crisis desde 1928. Dos partidos políticos, un veterano héroe de Vietnam, una brillante senadora y un joven e innovador afroamericano debaten, en forma inédita, cómo superar desafíos y ejercer la presidencia de los EE.UU., todavía la nación más poderosa del mundo.
Paradójicamente, la fortaleza de los dos candidatos demócratas les dificulta a ambos la mayoría de los electores de la Convención en primera instancia. Que puedan ser la primera mujer o el primer afroamericano en la presidencia genera la oportunidad de un cambio importante y necesario, pero, al mismo tiempo, crea incertidumbres en sectores del electorado independiente y demócrata. Es como si la propia fuerza del partido y sus candidatos estuvieran generando debilidades frente al republicano.
McCain tiene sus propios desafíos: suceder a una administración fuertemente desgastada y estar contra la corriente de retirarse de Irak. Adicionalmente, sus convicciones e independencia no parecen confiables a los más conservadores.
Lo que está claro es que una vez más los EE.UU. tratan de renovarse a través de la expiación de sus errores y de un debate público sin concesiones. Ejercitan un sistema de balances y controles de poderes. Entre el Ejecutivo, la Justicia y el Congreso; entre el gobierno federal, los estados y los gobiernos locales; entre el sistema político y la comunidad. No son sólo las virtudes y los errores los que marcan la marcha de esta nación, sino también su despiadada capacidad de revisarse y recrearse a sí misma una y otra vez. En este sentido se podría decir que más allá de cuál sea el resultado electoral, hay un antes y un después de Barack Obama, el primer hijo de un africano negro que puede ser presidente, encarnando el siempre nuevo y repetido sueño americano de construir el futuro sobre la base del esfuerzo.