Fábula de la orca en cautiverio
Hace unos años, la película Liberen a Willy lanzaba a la fama a su protagonista, una simpática orca macho amaestrada. Era Keiko, criado y adiestrado en el Oregon Coast Acuarium. Consagrado héroe de los chicos, hizo ganar tanta plata a sus dueños que éstos, tiempo después, decidieron premiarlo destinándolo a un experimento para obtener su libertad mediante un plan de reintroducción decetáceos en su medio natural, en Islandia. Pero fue inútil. Por más que durante estos tres años los expertos de la bahía de Klettsvik intentaron que eligiera nadar junto a sus congéneres y que aprendiera a alimentarse de la fauna marítima a su alcance, el animal no traspasa los límites de su esclavitud y espera su dieta diaria de cincuenta kilos de pescado. Cuando no se la ofrecen, para que la necesidad lo anime a cazar por sí solo, Keiko opta por quedarse con hambre presa de una melancolía impotente, hasta que los instructores por piedad y pasados unos días vuelven a darle alimento. Jamás los expertos lo vieron capturar un pez por sí solo. Más allá de los argumentos científicos que se plantean, la moraleja de esta fábula real es dramática: teniendo a su alcance la libertad, el protagonista sigue eligiendo el cautiverio porque sabe que allí se asegura la supervivencia.
Según las deducciones de los responsables del experimento, si se empujara mar adentro a Keiko en estas condiciones es probable que corriera serios riesgos y que no pudiera sobrevivir a los ataques de otras orcas ni a los azares de la naturaleza.
La sociedad argentina, en general, fue obligada a participar de un experimento parecido. De pronto fue sacada de su estado de bienestar en cautiverio dentro de su geografía e incitada a la libertad de escoger y de consumir ya sin la seguridad de su dieta diaria establecida, sino la que podría obtener con su esfuerzo entre un mar de oportunidades. Le ofrecieron un global surtido de góndolas en cambio de los limitados y vetustos almacenes de barrio. Pero no le dijeron que entre el surtido y sus narices estaban las vidrieras. Ni que las consecuencias "no queridas" iban a ser infinitamente superiores a las queridas, suponiendo que éstas hubieran sido de verdad justas.
Lamentablemente, infortunadamente, el mar donde fue lanzada la sociedad a retozar y gozar de su libertad no contenía los peces necesarios para su acostumbrada dieta, o si los contenía eran cazados y comidos por otros animales más poderosos de los que nunca había tenido antes que defenderse porque el Estado la protegía de ellos. Así como para Keiko su manada natural son los humanos, para millones de argentinos agradecidos su manada natural es el Estado. Entonces la idílica idea de libertad empezó a resultarles una cruel apariencia que escondía un peor cautiverio. El de sentirse impotentes e incapaces de sobrevivir en un medio en el cual otras especies más voraces y diestras los quitan del medio o los condenan al ostracismo, la extinción. Hay una diferencia entre la orca y esta sociedad estragada por decenas de miedos nuevos. En tanto, Keiko, como no aprendió aún a integrarse a la vida global de la especie, sigue recibiendo su alimento y protección a su salud mientras se intenta que logre obtener su independencia, gran parte de la sociedad argentina no los tiene o vive bajo el riesgo de carecer de ellos. Imposible pretender que no sienta nostalgias. Sería estúpido. El experimento argentino ha sido atroz. Fue diseñado con todas las garantías para el laboratorio y para los creadores del plan sin atender las consecuencias sacrificantes de la sociedad sobre la que se experimentaba. No puede haber nunca consenso entre ayunadores y glotones si no se establece una dieta básica de alimento, de salud y de empleo en un país donde una pequeña parte los concentra. Y donde los experimentadores se volvieron ricos de repente; se quedaron con el pescado y dejaron sólo el olor tras de sí ante eltardío plañir de sus damnificados.
Ahora ya está. La culpa siempre es pasada -ya fue- y no se sitúa en un único origen. La consecuencia es el presente. No el futuro, porque nadie podría predecirlo. Es el presente. Nadie vive, como dicen los malos libros de lectura, pensando en cómo les va a ir a los habitantes del siglo que viene, sino cómo nos está yendo a nosotros, ahora. Soy yo y mi circunstancia. No se inventen generaciones heroicas porque sólo existen en la historia y ya no puede preguntárseles si su heroísmo fue voluntario u obligatorio.
Hoy millones de Keikos argentinos sin desayunar, incluso hasta desaprendidos de su anterior adiestramiento y sin saber tampoco las consignas del nuevo y vasto acuario porque no han tenido empleo donde aprender, chapotean en el mar ya sin fuerzas y más bien desesperados, aferrándose a lo primero que encuentran. Y, lo que es más desgraciado y triste, ensimismándonos con ferocidad individual al más módico instinto de supervivencia.
Qué fácil es para los experimentadores ubicados en las mesas servidas y con vista a la rompiente alentar a los Keikosya desarropados, inundados, desempleados, desapartados y disgregados, a seguir insistiendo en medio del mar. Hasta sus hijos nacen con el peor síndrome: el del miedo. El miedo que sus padres les contagian: el miedo a no poder ganar, que es igual a la certeza de perder.
Así nos vería el censo. Hay veces en que verse en el espejo duplica el horror. Pero nadie quiere ser eternamente atroz ni se pasa muriéndose mal toda la vida. Todavía hay una oportunidad. A lo mejor el censo no nos condena, sino que nos provoca.
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