Fans de la poesía en una escuela suburbana
Casi siempre se tienen dudas a la hora de dar clases, sobre todo en la escuela secundaria. ¿Se alcanzarán los objetivos que guían las actividades, se entenderán los contenidos propuestos e incluso el lenguaje que utilizan los docentes en sus horas de trabajo? En las aulas se activa cada día un paréntesis entre lo que llamamos la realidad del mundo que se descubre y la de la clase. Muchas veces se asemejan. Esa realidad retorna bajo la forma de lecturas, estudios en grupo, investigaciones, prácticas y errores. Se puede decir que la escuela estudia y transforma aquello que estudia.
Quizás convierto la experiencia personal en una norma general al plantear que las dudas animan las clases. Como alumno y docente conocí a profesores aplomados y seguros de sí mismos. La duda no entraba en el horizonte de sus horas de clase. El recuerdo que tengo de ellos se parece a uno de los tantos estereotipos escolares: "el sabelotodo", "el haragán", "la estricta". La estereotipia es una forma más de acceso al conocimiento del mundo.
Teníamos prejuicios sobre la poesía. Leer poesías era algo exclusivo de los actos escolares, o bien (todo lo contrario) la excusa para reírse durante la clase. Eso fue hasta que, en segundo año, conocimos a nuestra profesora de castellano. Era de ascendencia catalana y tenía un acento levemente castizo. Vivía en Flores y vestía de manera impecable. Empezaba o terminaba sus clases con la lectura de un poema. Aunque los nombres variaban de una a otra clase, con el tiempo descubrimos su preferencia por los autores españoles: Garcilaso de la Vega, Quevedo, Antonio Machado, Federico García Lorca y Pedro Salinas iban y venían en un random poético.
Alguien diría hoy que faltaban en su lista las poetas españolas, ocultas por el canon machista. Pero en ese entonces el extraño ritual docente que se repitió en segundo y en tercer año de la secundaria había empezado a provocar influjos benéficos. De la risa contenida habíamos pasado al silencio y, después, a breves debates e incluso a la imitación de la musicalidad del poema en los cuadernos donde tomábamos apuntes. Cuando se agotó el catálogo de españoles, llegaron los poetas argentinos. Entre ellos había escritoras. Alfonsina Storni, Silvina Ocampo, Olga Orozco y Alejandra Pizarnik sumaban fans inesperados en las tardes de la escuela suburbana y las fichas de los libros de la biblioteca se llenaban de firmas de compañeros. En cada renglón de las fichas había un nombre, la fecha de préstamo del ejemplar y la de la entrega. Las fichas trazaban las coordenadas del libro.
Florencia Castellano es docente y poeta. Su último libro se llama Hora cátedra (27 Pulqui) y está editado como si fuera uno de esos cuadernos Avon con espirales en los que se tomaban y todavía se toman apuntes en clase. ¿No es curioso que una poeta y profesora de lengua se apellide "Castellano"? En el nombre hay un destino. En una de las páginas de su cuaderno-libro de poemas, escribe: "la duda rompe cuerdas vocales/ los mandatos no mueven a los médanos/ los textos cargan gas en la ilusión/ lo inestable trae naturaleza/ el amor no se estudia/ el conflicto no tiene armas pero todavía crece hoy". Más adelante, la mente es una chispa del habla, aquello que enciende la mecha de la antorcha.
Un misterio escolar es el de las horas cátedra, que duran menos que una hora común y corriente. Si la profesora de castellano llegaba a las 13.20 y se iba ochenta minutos después, habían transcurrido dos horas cátedra. Los viernes, cuando se quedaba una sola hora, llegaba a las 15 y se retiraba a las 15.40. ¿Cómo calculaba los minutos necesarios para cerrar la clase de ese día y dedicarle unos minutos a la lectura de un poema? La escrupulosidad es un aliado del docente y ella parecía haberse anticipado a la consigna de los versos finales de Castellano en Hora cátedra: "¡Vamos!/ hundámonos en el mar de los cerebros despiertos/ donde todo termina también arranca". Esa podría ser una forma más de designar el mecanismo que hace girar el reloj de las horas dentro y fuera de las clases.