Florecerá en el umbral del invierno
Mi amiga Florencia me regaló una hoya. Suena raro. ¿Quién te regala una "concavidad u hondura grande formada en la tierra"? Pero nada que ver. La Hoya carnosa es una planta nativa de Asia y Australia, y su nombre proviene de Thomas Hoy, jardinero del duque de Northumberland, que, al parecer, fue el primero en introducir esta planta maravillosa en Europa.
Según me contó al traerme el gajito, esa hoya había sido de su padre y, pensando que estaba abichada, porque sus hojas tienen manchitas amarillas, la arrumbó en un cuarto poco visitado. "Olvidada, sin riego, sobreviviente", me escribió. Un año después, esa habitación exhalaba un perfume celestial.
Era como si, a pesar del exilio, hubiera decidido obsequiar sus flores, que son como de porcelana o de cera, y su fragancia, que tal vez se acentúa en la noche. Luego de plantar el gajito en una maceta, me puse a investigar y descubrí varias cosas interesantes. Por ejemplo, que aquella quietud callada y distante en la que había vegetado tal vez fue lo que motivó su prosperidad.
Por ejemplo, a las hoyas no les gusta que las muevan. Bueno, a ninguna planta, pero a estas, menos. Y tampoco son felices si se les está demasiado encima. Les falta un cartelito que rece: "No molestar".
Seguí, pues, esos consejos, y hoy las dos hojas iniciales se han convertido en seis. Se ve que es feliz con poco. Todavía he de aguardar uno o dos años antes de que florezca, pero no quiero omitir un consejo fundamental. Las flores de las hoyas nacen cada año de los mismos brotes, así que nada de cortarlos o esas cosas. Repito: les gusta que las dejen tranquilas. Me encanta.
Tenemos en casa un árbol de jade. Es una crasa bastante común y, sin embargo, poco comprendida. El último mes y medio fue algo agitado para mí, así que no me ocupé demasiado de las suculentas, que tienden a ser menos exigentes que las demás. El domingo, por fin, pude recorrer el jardín y observar en detalle cada planta. Advertí, así, que el árbol de jade (Crassula ovata) estaba lleno de pimpollos. Recordé la planta que me regaló Florencia y me puse a leer. Pues bien, este pequeño árbol que, en general, se cultiva en macetas, necesita tres factores para florecer. Nada de agua cuando los días se vuelven cada vez más cortos y más frescos. Que es otra forma de describir un otoño turbulento como el que me tocó este año. Florecerá en el umbral del invierno.
Siento cierta fascinación por estas especies que se obstinan por prevalecer. Las epífitas, por ejemplo. Tengo varias en casa. Ni la brutal sequía del año último las doblegó, y en primavera volvieron a iluminarse con sus flores violetas y rojas. O la Bryophyllum daigremontianum, mejor conocida como madre de miles, aranto o espinazo del diablo. Esta suculenta es de verdad prolífica. En los bordes de cada hoja hay plántulas (de allí la semejanza con un espinazo, imagino) que pueden procrear nuevos ejemplares si caen el suelo. Es más, ni siquiera podés arrancar una planta y tirarla por ahí, porque redoblará sus brotes. Da unas lindas flores que limitan entre el rosa y el granate.
Y el acanto. El acanto es, diríamos, inmortal. Hace unos 25 años otra amiga me regaló una plantita en una maceta humilde. La llamó cucaracha, que es su nombre común aquí, y me advirtió: "No la pongas en el jardín, o no la sacás más".
La cambié de maceta después de que sacó unas hojas enormes y un tallo de flores blancas. Durante este cuarto de siglo ha padecido olvidos injustificables (y de los otros), devastadores ataques de hormigas, sequías, heladas, ha llegado a quedar reducida a nada, a seca tierra yerma, y con un poco de riego y algo de sol, volvió a emerger, indómita e irreverente.
El lunes último celebramos el Día de la Tierra, y me di cuenta de que la naturaleza está preparada para soportar rigores indecibles.
Nosotros, no.