Galerías del deseo vagabundo
En la década de 1970 no reservaba alojamiento cuando viajaba al extranjero. Llegaba a un aeropuerto o a una estación de trenes, iba a la oficina de turismo y allí me encontraban un hotel dos estrellas. En París, al principio, iba al barrio de los Grands Boulevards, cerca de la Opéra, de la Opèra Comique, de la Bolsa y de Le Palace, la discoteca de moda y menos convencional de la ciudad, en el número 8 du Faubourg Montmartre. Equivalente europeo del famoso Studio 54, de Nueva York, Le Palace abrió en 1978 y fue hasta su cierre, en 1995, el centro de todos los excesos.
A poco más de cien metros de mi hotel (el de 1979 y 1980), había siempre autobuses colmados de extranjeros frente al 10 de Boulevard Montmartre. La meta de todos ellos era el Museo Grévin, poblado por las figuras en cera de celebridades: reyes (Isabel II), actores (Marilyn Monroe), cantantes (Elvis Presley) y asesinos (Jack el Destripador). Esos muñecos estaban entregados a las actividades que los hicieron íconos, con ropa y escenografía de época. Una de las paredes laterales del Museo era la medianera con el Passage Jouffroy. Y en ese muro compartido, estaba el lado literario-filosófico- sociológico del quartier.
En el siglo XIX se abrieron varias galerías (passages) en París, antes de que la capital de Francia fuera remodelada por Georges-Eugène Haussmann. Una de las primeras, si no, la primera, fue el Passage des Panoramas, levantado en la década de 1800. El consumo de los burgueses se había acrecentado. Arquitectos y comerciantes se pusieron de acuerdo. Así nacieron las galerías, con un largo corredor central y las vidrieras de los negocios a los lados. Eran construcciones de hierro, con techo de vidrio que protegía de la lluvia y del frío, al mismo tiempo que dejaba pasar la luz: la calle en un interior. El éxito de esos paseos cubiertos hizo que se multiplicaran, en especial durante el Segundo Imperio. El Passage des Panoramas iba (va) de la rue Saint Marc al Boulevard Montmartre y, si se cruzaba esa avenida, se continuaba en el Passage Jouffroy, de 1845. Éste parece interminable porque se prolonga en el Passage Verdeau.
La creación de esos corredores de comercios fue en el siglo XIX uno de los de los signos o síntomas del florecimiento del consumo burgués. Esos hechos y sus consecuencias tuvieron su maravilloso poeta, el poeta de las masas modernas, Charles Baudelaire, que les dedicó poemas, reflexiones y retrató a uno de los personajes típicos del período, el flâneur, el paseante lírico que camina sin rumbo, que se limita a observar las vidrieras y sobre todo a la gente. La selección de sus intereses, por completo azarosa, circunstancial, fruto fugaz del deseo errático y la fantasía, terminaba por formar una colección de seres, animales y objetos. El conjunto le permitía al paseante deleitarse con su capacidad estética de recortar "su" mundo en el mundo. Lo convertía en un príncipe de incógnito, apretujado por la masa, víctima feliz de un narcisismo aristocrático.
Esa deriva también tuvo su filósofo en el siglo XX. Walter Benjamin, el autor de Calle de mano única, tomó la obra de Baudelaire para pensar sobre la evolución de la ciudad burguesa y sus habitantes, sobre ese flâneur que cruza breves miradas embelesadas con una mujer desconocida que camina hacia él y sigue de largo. "Es un amor no solo a primera vista, sino también a última."
Una tarde, mientras yo recorría el Passage des Panoramas para hacer tiempo, mis ojos se cruzaron con otros ojos. Shock. Seguimos caminando en sentido contrario, pero giramos para vernos una vez más.
Volví en esa misma estada parisiense a caminar en numerosas ocasiones por el Passage des Panoramas, pero no como flâneur, porque tenía un rumbo: tomar el métro en la plaza de la Bolsa que me llevaría a la estación Louise Michel. Bajaría del vagón, saldría a la superficie, caminaría y llegaría a una puerta de hierro, marcaría el código, entraría, subiría en el ascensor hasta el cuarto piso, tocaría un timbre y nuestros ojos volverían a encontrarse.