Gobierno: cuando la estrategia es el fracaso
El presidente Alberto Fernández y su equipo económico amagan a retomar una agenda de gestión una vez aprobado el tan mentado acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, que presentan como una necesidad urgente y trascendental, pero para la que no parecen tener una estrategia acorde a su importancia. Todo está mal planteado, comenzando con la pobreza intelectual e informativa que floreó el ministro Guzmán en su paso por el Congreso el lunes pasado, donde no contestó una sola pregunta realizada por los diputados opositores, gesto acompañado con la distribución de un documento entre los legisladores elaborado por Hacienda que critica a la oposición, a la que le luego pide ayuda, y resalta un autoelogio a su gestión, que no es avalada por gran parte del bloque oficialista. Es tan confuso todo lo que sucede alrededor de la aprobación de este acuerdo que solo puede entenderse en el marco de una de las peores gestiones de gobierno conocida desde el retorno de la democracia. A veces da la sensación que es todo día a día, parche a parche, y que ni el Presidente ni sus colaboradores tienen una idea remota de hacia dónde ir.
El escenario es más grave aún. Para muchos legisladores del Frente de Todos caer en default no sería una desgracia, y hasta visualizan una crisis inminente como un salvavidas político, porque entienden que la misma equipararía responsabilidades políticas entre los que tomaron la deuda y quienes no supieron resolverla y en medio de ese caos se puede disfrazar la falta de gestión y la pésima administración del gobierno de los Fernández, sobre todo durante la pandemia. ¿La gente? Bien, gracias, como si no hubiesen aprendido de la crisis de 2001-2002, lo importante no parece ser el padecimiento social sino el proyecto y la supervivencia política. Lo demás se acomodará.
Luego del vergonzoso papel protagonizado por Fernández en Rusia, donde ofreció amistad, lealtad y colaboración a Vladimir Putin -justo al hombre que hoy pone en jaque la paz mundial cometiendo crímenes de lesa humanidad en Ucrania- con un acercamiento sobreactuado que buscaba obtener préstamos de parte de Rusia y de China, socios visualizados como estratégicos por el kirchnerismo, con la intención de que cedan a la Argentina parte de sus Derechos Especiales de Giro (DEG) otorgados por el FMI el año pasado para aplacar las consecuencias de la pandemia, eso no salió. Y sin obtener ese fin, el gobierno argentino quedó ante los ojos del mundo pegado a la figura más peligrosa que tienen las democracias occidentales, un líder aislado y solo apoyado por autocracias y dictaduras. Es que hoy Rusia, que hace meses contaba con reservas en su Banco Central por encima de los 500 mil millones de dólares, se encuentra atravesando una de sus peores crisis económicas, producto de las decisiones bélicas adoptadas por la tiranía que conduce el país. No hay sorpresa, a Alberto no le sale bien ni el tiro del final.
Con un nivel de inoperancia manifiesta en áreas donde se pueden hacer las cosas de mejor manera, como en educación, medio ambiente y políticas de género, la realidad nos muestra un Ejecutivo sin rumbo y a la deriva. Fernández parece ser el guía de un gobierno zombi, que deambula sin rumbo haciendo daño en ese tránsito y que solo se defiende fomentando el sectarismo ideológico, buscando en la fractura social y en el revanchismo oportunidades políticas. En lo demás, en todo lo que afecta cotidianamente a la gente de a pie, el Gobierno muestra una ineficacia sobresaliente. Basta observar datos educativos que nos ubican en el peor momento de nuestra historia o la inacción en Corrientes luego de los devastadores incendios. Todo inocuo, sin resultados, con un discurso rotulador de culpas ajenas. De gestión, poco y nada.
Mientras tanto, la demagogia y la insolvencia van a seguir siendo las características de este gobierno sumido en la irrelevancia y la descoordinación. Todo es improvisación, rectificación, superficialidad. Y con tantas contradicciones dentro del mismo espacio oficialista, donde los desafíos y las posturas ideológicas, como no votar el acuerdo con el FMI sobre la base de una fuerte reivindicación a la soberanía, tampoco se ven acompañados por renunciamientos ejemplares y acordes al disgusto manifestado a lugares de poder. Los funcionarios leales a La Cámpora muestran valentía discursiva y principios inalterables, pero no sueltan las cajas que administran, porque, como sabemos, hay que sostener a la militancia, al aparato, porque ahí se encuentra el pasaporte a la subsistencia política.
El silencio de Cristina Kirchner no suma, pero al menos y por el momento no golpea la estrategia del gobierno, si ésta existiera. Así y todo, el presidente Alberto Fernández se encuentra en el peor momento de su mandato, donde no puede controlar su propia tropa, a la que no logró convencer en su totalidad, pero a la vez, de modo paradójico, necesita ser exageradamente agresivo con una oposición a la que sí necesita. Todo para conformar a quienes, de todos modos ya le dieron la espalda, no van a aprobar su decisión y solo buscan mantener el loteo de los espacios de poder que ocupan, dejándolo así en soledad.
Felipe González dijo alguna vez “La soledad del poder es saber que mi teléfono es el último que suena. Y que tengo que decidir. No puedo trasladar esa decisión a una instancia superior”. Ni ese placer tiene Alberto Fernández, que sabe, desde que fue electo, que hay otro teléfono al que siempre debe llamar para tomar esa última decisión. Y este no se encuentra, precisamente, en una instancia superior.