Hacer de la AUH una aliada de la educación
Recientes anuncios del presidente Macri indican que el nuevo crédito del Banco Mundial contemplará la ampliación del universo de chicos que acceden a la AUH. La buena noticia de la extensión de su cobertura plantea algunos interrogantes.
No hay duda de que su formulación y puesta en marcha significó una contribución importante al bienestar de los hogares, evaluación en la que coincide prácticamente la totalidad del arco político nacional. Esa iniciativa es parte del paquete de programas similares en la región, conocidos como de transferencia condicionada, presentes en 21 países de América latina, que alcanzan a alrededor de 130 millones de personas, la quinta parte del total de la población aproximadamente. La magnitud de esta cobertura y su bajo costo en términos de inversión -alrededor del 0,40% del PBI de los países- explican en parte su éxito. Dos son sus características fundamentales: la primera, que el acceso no depende de aportes previamente realizados por sus beneficiarios, es decir, son no contributivas; la segunda, que los receptores están obligados a realizar acciones para garantizar su continuidad en el programa, que, en nuestro caso, consisten en controles médicos y de vacunas y concurrencia regular a la escuela, certificada por la institución educativa. Hay controversia sobre la pertinencia de estas "condicionalidades" dado que, en rigor de verdad, son mecanismos para obligar a la satisfacción de derechos constitucionales que no deberían incluirse bajo la regla de la condicionalidad.
En una investigación realizada en la Universidad Pedagógica en la que analizamos en terreno la AUH, vimos que, al menos de manera oficial, las escuelas no tienen registro de listados y/o del número de alumnos que acceden a esa prestación. Cuando se solicita la certificación, alguna autoridad escolar, por ejemplo la secretaria de la escuela, verifica el presentismo del niño con los registros de asistencia, y cumplimenta el certificado que luego se presenta en la Anses habilitando la continuidad en el programa. Esto es bueno, porque neutraliza la tendencia a estigmatizar con nombre y apellido a los beneficiarios en un cuadernito separado del resto de la matrícula de la escuela. Pero no es bueno desde el punto de vista del conocimiento de la realidad social de las escuelas -y del país-, ya que no permite conocer cómo se distribuye en la red de instituciones el alumnado dentro del programa.
Esta cuestión es el dilema de la AUH: la decisión sobre si tiene que ser sólo una transferencia de fondos o tiene que potenciar sus componentes educativos en articulación con el sistema. De hecho, hasta ahora, es sólo lo primero y llama la atención la resiliencia de los actores y las instituciones con esta política democratizadora frente a la cual ellos son bastante inertes. Esto es especialmente destacable en un país como el nuestro, donde, desde el siglo XIX, la educación fue un motor sustantivo del progreso social. En las escuelas, maestros y maestras tienen posiciones controversiales sobre el programa, desde los que consideran que esos chicos van a la escuela "sólo por el plan" hasta los que piensan que el regreso de los niños más pobres puede ahora garantizar justicia educativa sin exclusiones. Pero las instituciones no cambiaron para mejorar la retención de los que no habían entrado o de los que entraron y desertaron, lo que permite suponer que afecta a los chicos con mayores dificultades, insertos en contextos no siempre amigables para los más pobres.
La AUH no potencia el despliegue de sus potencialidades educativas y termina siendo tan sólo un programa de la Anses en el que los sistemas educativos son el escenario de su implementación. ¿Qué se podría hacer entonces? Ya hemos dicho que no sabemos cómo es la distribución de los chicos AUH por establecimiento. Sin violar el anonimato, esa información puede surgir de asociar el código único escolar con el documento de identidad del niño. Insisto, no interesa saber quiénes son, sino cuántos y cómo se concentran. En las escuelas en que la proporción de AUH fuese alta, deberían producirse alternativas de trabajo para el conjunto del alumnado, para toda la matrícula del establecimiento, con el sueño de mejorar para el conjunto. En las que la proporción fuera baja, habría que garantizar una retención de sintonía fina: que no se pierda ni uno solo.
El programa les pide ahora a los chicos que ingresan o regresan a la escuela que lo hagan de manera regular para no perder esa condición. Pero no les pide nada a las instituciones y agentes del servicio educativo que, en general, mantienen los mismos comportamientos de cuando los perdieron. Falta de plazas, discriminación en el acceso por selección oculta de los estudiantes, reglas de la microcotidianidad escolar, escasa adaptación al contexto de pobreza son los comportamientos que deben cambiar en las instituciones y en las que una buena mayoría de los docentes desea transformar las prácticas rutinarias. Pero hay que pedirles estos cambios a las escuelas para que los chicos no se vuelvan a ir.
Están dadas las bases para que esta política se coordine con Educación para producir los círculos virtuosos que las buenas políticas sociales producen cuando superan su oferta de ventanilla y avanzan en relaciones intersectoriales. Resulta imprescindible coordinar activamente la transferencia del recurso monetario con las características de la oferta educativa. Esto sólo puede hacerse mediante el trabajo conjunto con la red de ministerios de educación del país y la Anses para coordinar acciones que surgen de las lecciones aprendidas del mundo: que se avanza más rápidamente coordinando esfuerzos. No hacerlo así es una omisión que subestima la enorme potencialidad de un programa que queda reducido a la transferencia de recursos monetarios a las familias. Logro no menor pero inconsistente con su diseño.
Socióloga, Universidad Pedagógica. Ex secretaria ejecutiva del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales
María del Carmen Feijoó