¿Hacia una poshumanidad?
¿Hacia dónde se dirige el hombre en el comienzo del siglo veintiuno? Dejando de lado las amenazas climáticas, de recursos y de seguridad alimentaria, la respuesta a esta pregunta probablemente quede signada por su capacidad o incapacidad de transitar por esta época de errancia, incertidumbre y penuria espiritual. La pérdida de las certezas y de las referencias que le daban sentido a la existencia, las heridas narcisistas provocadas por Copérnico, Darwin y Freud, que lo llevaron a comprender que no era amo y señor de sí, el desvanecimiento de la noción de progreso, entre otras cosas, han llevado al hombre contemporáneo a un desconcierto y a la sensación de que ha perdido su identidad. La era actual es ambivalente: puede servir para ahondar la búsqueda, para recrear la interrogación sobre nuestro destino en el mundo y para, en el transcurso, intentar ser más piadosos con nosotros y con nuestros semejantes, o puede servir para bloquear la pregunta y lanzarnos a una definitiva desposesión de nosotros mismos.
Sucede como si el hombre hubiera perdido la versión original de sí mismo. Ante ello, tiene la tentación de obturar la falta, de llenar el vacío de manera artificial, de lanzarse a generar un sustituto artificial de la especie por imposibilidad de metabolizar metafísicamente la época. Como ocurrió hace unos días con el robo del cartel de Auschwitz: se colocó rápidamente un sustituto en su reemplazo. (¿Había que reemplazarlo por otro, si el original no era encontrado? ¿Cómo se preservaba mejor la memoria, ocultando el robo o dejándolo a la vista? ¿Cómo se resistía mejor la profanación, mostrándola o borrando su ocurrencia? ¿Había que disimular la desaparición, o era necesario, para la integridad de la memoria, que quedara el espacio vacío sobre ese frontispicio, que enseña de lo que es capaz el hombre, cosa que incluye también el intento de borrar las huellas de su propia atrocidad?) En cualquier caso, una tendencia ante lo que angustia y lo que no comprendemos es a cerrar apresuradamente la pregunta. Paradójicamente, el riesgo de la época no está en la incertidumbre, sino en su acelerada supresión.
El hombre ha ingresado en el tercer milenio en un estado de nomadismo existencial, pero simultáneamente con una pulsión extrema por eliminar ese nomadismo y por encontrar un nuevo punto fijo, casi a cualquier costo. ¿Proviene de allí el ímpetu por la manipulación biogenética y por la construcción acelerada de un futuro poshumano? ¿Queremos salir de nosotros mismos porque hay preguntas que ya no podemos habitar? Lo cierto es que estamos entrando en una era de transfiguración digital de la Naturaleza y del hombre. Sucede como si del frontispicio de Delfos hubiera sido también sustraída la inscripción y el mandato que invitaba a conocerse a sí mismo, y estuviera siendo reemplazado por la reescritura de nuestro código genético. Porque en mucho menos de lo que creemos, el hombre podrá ser producido como un objeto técnico. Parece que lo que definirá el destino de la especie en las próximas décadas es el modo que encuentre el hombre para procesar la evaporación del sentido que se produjo en buena parte del siglo veinte.