Héroes anónimos
Esta epidemia que nos agobia ocurre a casi exactamente 150 años de la de fiebre amarilla, que en 1871 cambiaría para siempre la fisonomía de Buenos Aires. Aquella empezó también en los primeros días del año. Recién había comenzado enero cuando se publicaba la mala nueva: "Parece que han sucumbido dos vecinos con todos los síntomas de una enfermedad que aterra".
El dato pertenece a Bajo el horror de la epidemia. Escenas de la fiebre amarilla en Buenos Aires (s/ed. 1932), de Ismael Bucich Escobar, que encontré revolviendo en la biblioteca entre títulos rescatados de alguna librería de "usados". En las páginas de papel ocre y poroso de esta gema de anticuario, vuelve a cobrar vida un episodio que, a pesar de la distancia, tiene puntos de contacto con lo que hoy nos toca vivir.
Con solo dos hospitales, el impacto de la epidemia es terrible. El 27 de marzo los muertos ascienden a 351 en un solo día. En un intento de detener la tragedia, se decide erradicar los alrededor de 200 conventillos que contiene una población de 20.000 habitantes y se ordena su desalojo en el término de cinco días bajo amenaza de emplear la fuerza pública.
Al correr de estos textos, se alternan historias curiosas, macabras y heroicas, como las de los médicos de esa época que se plantaron ante la desgracia sin más medios que el consuelo o la comprensión. Entre otros, Eduardo Wilde, Ignacio Pirovano y Juan Angel Golfarini. Adolfo Argerich y Francisco Muñiz (ya septuagenario) sucumbirían a la enfermedad.
Sus nombres pasaron a la historia y perduran en algunos de los hospitales porteños, pero seguramente debe haber habido cientos de héroes cotidianos que habrán colaborado en la atención de los enfermos y el alivio de la peste amarilla.
Y aunque no los veamos, hoy son miles los que sin aparecer en los programas de TV y sin que podamos agradecerles están trabajando a destajo para atender la actual emergencia. Muchos son científicos. Como el equipo de Andrea Gamarnik en la Fundación Instituto Leloir, que puso a punto el primer test de anticuerpos contra el SARS-CoV-2 y que produce la proteína que es el corazón de la prueba. O el de Juliana Cassataro, que inició el desarrollo de una vacuna oral contra la Covid-19, o el de Soledad Retamar, en la UTN de Concepción del Uruguay, y el de Guillermo Durán y Diego Garbervetsky en Exactas, de la UBA, que siguen de cerca el rastro de la epidemia, calculan escenarios posibles, diseñan nuevos métodos de testeo y apps para rastreo de contactos.
También hay adalides individuales, como la doctora Patricia Méndez, que pasó siete horas al teléfono para lograr ayudar a uno de sus pacientes graves con un tratamiento experimental, o Zacarías Bustos, de la iniciativa EndCoronavirus en la Argentina, que sin ser médico ni epidemiólogo tiende puentes y promueve el diálogo entre expertos para apoyar la toma de decisiones basadas en la mejor evidencia disponible.
Y están los que se exponen procesando las muestras de los hisopados sin retribución alguna. Como los integrantes del Laboratorio de Inmunología y Virología Clínica del Hospital de Clínicas, que trabajan de lunes a lunes, de siete a 21. O los ayudantes de la cátedra de Inmunología de la Facultad de Medicina de la UBA, que junto con alumnos de tercero, cuarto, quinto, sexto año y médicos residentes están trabajando en un ensayo clínico con Fernando Polack, ayudan con el programa de plasma de convalecientes y en diagnóstico de Covid-19.
Seguro que ustedes conocen a muchos otros. Antes de quejarnos, pensemos en ellos y en todos los que sufren los embates de un cuadro grave de coronavirus o sus consecuencias. Como figura en la frase que inicia el libro de Bucich Escobar: "para corregir la natural tendencia a exagerar los males del presente y los peligros del porvenir, ninguna cosa es más útil que la consideración de los males que fueron más reales, más grandes y en peores circunstancias".