Editorial. Irak: esperanzas e incertidumbres
Como todo lo anticipaba en el curso de los últimos días, la crisis de Irak ha llegado a una impasse derivada de las graves dificultades encontradas por los Estados Unidos para conseguir respaldo internacional a su proyectada intervención militar.
La aceptación por parte de Saddam Hussein de la propuesta de avenencia que le llevó el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, ha venido ahora a remachar una situación que, aunque imprecisa, obliga a Washington a aguardar el desarrollo de los acontecimientos. La esperanza del mundo, entretanto, confía -anhelosa pero carente de certidumbres- que ese compás de espera sea el preámbulo de una definitiva solución para el entredicho que ha puesto en peligro la paz en Medio Oriente.
Saddam se ha comprometido a admitir la inspección de sus arsenales, para comprobar que éstos no poseen armas tóxicas o bacteriológicas, con la condición de que los expertos sean acompañados por diplomáticos y sin fijar plazo para la realización de esa tarea. Poco más o menos se ha quedado en sus trece, pero el peso de la opinión mundial no deja a los Estados Unidos más posibilidad que la de permanecer atentos al efectivo cumplimiento de esa promesa.
En general, se ve esta evolución negociada como un triunfo de Irak; lo es, en muchos sentidos. Sin embargo, la interpretación resulta seguramente exagerada y parte de la impresión difundida en semanas recientes sobre la inminencia de una invasión a ese país, destinada a aplastar a los factores políticos predominantes en él. En realidad, no era sino una expectativa en cierto modo infundada, pues muy claramente se había dicho que no habría más que hostilidades aeronavales de alcance limitado, sin intención de afectar el equilibrio de poderes vigente en la conflictiva región.
De todos modos, el agobiador potencial bélico de los Estados Unidos hacía creíble la perspectiva de una cruzada contra Saddam, y es lógico que este acuerdo, tras el cual las cosas quedan aproximadamente igual que antes, decepcione a muchos que aguardan todo de esa enorme capacidad militar, a la vez que se duelen con razón de que un gobernante despótico y reconocidamente falaz permanezca impertérrito ante las reconvenciones y amenazas de las democracias occidentales.
Pero -y contrariando, en esto, el premioso reclamo de paz que recorre todo el orbe- el episodio no debe considerarse cerrado; si el propósito de los Estados Unidos es, como se supuso, reducir drásticamente la autonomía y el ascendiente de Saddam, no hay por qué creer que la tensión no vuelva a recrudecer dentro de algún tiempo. Por otro lado, son complejos los intereses en juego y su interrelación puede poner en riesgo la credibilidad de los Estados Unidos como potencia rectora y como tribunal de última instancia en los desacuerdos entre naciones. En especial, en Israel la sensación al respecto parece haber sido muy dura y la primera reacción del gobierno fue mostrarse inopinadamente amigable con los palestinos.
Lo ocurrido da cuenta de lo difícil que resulta ejercer ese papel de gendarme global, atribuido a los Estados Unidos.Porque no es, en el fondo, una pura cuestión de armamentos sino de decisiones políticas acerca de para qué se los habría de mover y a costa de qué sacrificios. Había, en este caso, que destruir a Saddam, pero no existía el convencimiento de que convenía hacerlo; había que dar un escarmiento, pero nadie sabía, a ciencia cierta, cuál era la ley cuya observancia se quería imponer.
Sobre todo, no se atinó a definir el fundamento moral de la acción planeada; la consecuencia fue que flaquearon los aliados y los apoyos se esfumaron. Por contrapartida, Saddam se afirmó como caudillo de la dignidad nacional ante el ánimo de los pueblos árabes: el negocio, en todo caso, no parece haber sido bueno para Washington.
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