La segunda etapa del Gobierno. Kirchner corre, grita, juega y hace de árbitro
Hasta que apareció en escena la inflación, esa dama indomable que resulta cien veces más temible que cualquier oposición organizada, el Presidente dedicaba sus fines de semana en la quinta de Olivos al fútbol y al lúdico armado del gran movimiento nacional kirchnerista. Los sábados por la mañana el jefe del Estado organizaba partidos de seis contra seis, en los que solían participar Alberto y Aníbal Fernández, José Pampuro y otros funcionarios incondicionales de segunda y tercera líneas.
Néstor Kirchner hacía allí las veces de jugador esforzado y de árbitro inapelable. En los "picados", como en la vida, es muy difícil marcar, discutir una falta o intentar derrotar al verdadero dueño de la pelota.
Transpirados y alegres, los jugadores se acercaban luego a la galería y tomaban un aperitivo a la sombra. Algunos íntimos se negaban a cumplir con esa cita secreta arguyendo que su estado atlético era deplorable, pero en realidad no soportaban quedar atrapados en lo que denomi-
nan "la picadora de carne". Es que el Presidente ejercía, en esas reuniones informales, la sorna y el vapuleo. Muchas veces, medio en serio y medio en broma, pasaba facturas a viva voz, y en otras ocasiones, todos juntos le caían a un ministro ausente, a un miembro de la oposición, a un periodista, o a todos ellos juntos. Una especie de "hora de la maldad" entre camaradas, un recreo que inevitablemente derivaba en el verdadero juego que los obsesiona: la construcción de una maquinaria política aceitada, poderosa e imbatible.
Pocos saben que la pasión oculta del Presidente es jugar al fútbol y seguirlo por televisión. Que duerme poco y salteado, y que los domingos él y la primera dama suelen recibir a cenar, alternativamente, al ministro de Planificación y al jefe de Gabinete, dos hombres de máxima confianza, pero también dos puntos de vista divergentes. Esas cenas son un modo de anticipar el lunes, un cara a cara con la gestión pública en vísperas de recomenzar la semana, que siempre es una vorágine. En esos encuentros, Cristina Fernández oficia de "pensadora" y outsider, se permite levantar un poco la cabeza y cuestionar desde el pensamiento lateral algunos enfoques del Gobierno.
La revelación de toda esta inocente intimidad pone nervioso al Presidente. Tiene tanta aversión por contar que juega al fútbol y se divierte, o que se va de vacaciones diez días, como de pronunciar la palabra "reelección". Teme que la publicación de estos detalles nimios y perfectamente humanos, y de su legítima vocación de permanecer cuatro años más en el sillón de Rivadavia, lo asimilen con el menemismo.
Tampoco le hace gracia que trascienda su compulsión por la pesca. Por la pesca de aliados y subordinados políticos. Le parece que esa ambición ensombrece la "agenda del hombre común", que la Casa Rosada lleva adelante como política de Estado. El hombre común está preocupado por cosas concretas de la vida, el trabajo y el bolsillo, y ve todas esas jugadas como maniobras de la corporación política, piensan los kirchneristas con falso pudor. En realidad, armar una fuerza política consistente que facilite la gobernabilidad y lleve a cabo las iniciativas oficiales no sólo es completamente razonable. Parece también una obligación ineludible de quien gobierna. Pero como quien gobierna no se aparta de la opinión pública, ni de las encuestas, ni de lo políticamente correcto, se hacen vanos esfuerzos para que el tejido partidario de una gran fuerza nacional se mantenga en zona de discreción.
Hay algunos cortocircuitos, sin embargo, en la comunicación oficial. Como cuando Víctor Santamaría, el hombre clave de Alberto Fernández en la Capital Federal, habló por radio hace dos semanas de un operativo de reelección. O como cuando la agrupación Compromiso K, que conduce el más silencioso integrante de la mesa chica del poder -Carlos Zannini-, anunció el jueves que está organizando una Plaza del Sí para Néstor Kirchner.
El Presidente le aseguró esta semana a un leal que no fogoneaba esas cosas, que le parecían inoportunas. También que hoy la oposición no tenía chances electorales serias. Para Néstor la única oposición es la inflación -comentó el leal-. Y para la inflación tiene respuestas políticas. Néstor piensa que si derrotamos la inflación hay reelección automática.
Por eso, las rutinas en la Casa Rosada y en la quinta de Olivos cambiaron bruscamente estos días. Kirchner volvió, más hiperactivo que nunca, con la exigencia de dar batalla a la fiebre inflacionaria en todos los frentes y esto le insume, por ahora, todo el tiempo y toda la energía. Lo que no cambió, por supuesto, es la silenciosa arquitectura de la maquinaria política y electoral que sus hombres llevan a cabo en paralelo. Las dificultades que inicialmente tuvimos con el Consejo de la Magistratura en el Parlamento fueron una especie de leading case para nosotros. Allí nos vimos obligados a ir juntando chirolas, a entender quién estaba con nosotros y quién no, y a medir bien el estado de nuestra fuerza, comenta uno de los arquitectos del oficialismo.
Hay algunos consensos básicos en el movimiento nacional kirchnerista, pero un dilema sin resolver. Medio Kirchner piensa que debe asumir en marzo o en abril la presidencia del Partido Justicialista, algo que necesita pero que no lo entusiasma. Y otro medio Kirchner piensa que debe controlar sólo por interpósita persona la cúpula del PJ, pero que debe preservarse para conducir el Frente para la Victoria, un colectivo superador donde caben peronistas, centroizquierdistas, piqueteros, sindicalistas, pequeños empresarios y productores, vecinalistas, independientes y dirigentes de partidos provinciales. Conciben incluso que ese avión no volará solo, sino que lo hará junto a una serie de afines: los radicales kirchneristas y varias fuerzas "opositoras" con responsabilidades ejecutivas, persuadidas por los fondos con que el Gobierno premia a quienes lo acompañan. Es sintomático que, más allá de algunas excepciones, los radicales que manejan presupuesto, ya sea en la provincia de Buenos Aires como a nivel nacional, tienden a acercarse al poder central, mientras que quienes no gestionan ni intendencias ni provincias mantienen su histórica posición crítica frente al peronismo. Esa triste evidencia no les quita el sueño a los kirchneristas, aunque debería: en política el amor que se compra con la caja es siempre un amor provisional e interesado. Una coalición basada en la ideología es impensable en este mundo posmoderno. Pero una coalición sustentada únicamente en el interés tiene plazos cortos.
Con la presidencia del PJ, quizá cale al final en Kirchner la lección de Bonaparte: Gobernar para un partido significa, tarde o temprano, depender de él. ¡A mí no me atraparán! Soy nacional. También hay quienes dicen, en su entorno, que Kirchner optará por una solución mixta: asumirá por media hora la conducción del partido, lo inscribirá dentro del Frente para la Victoria y pedirá una rápida licencia.
Ha dado órdenes, en tanto, para que el Frente y el PJ sean generosos con los arrepentidos en la provincia de Buenos Aires, aunque puso como condición dos puntos innegociables: no recibir en sus filas a dirigentes condenados por actos de corrupción ni apologistas del terrorismo de Estado. El kirchnerismo no tiene el estómago delicado, pero como se debe a su público, quiere colocar algunas barreras para no tener sobresaltos. Los kirchneristas siempre bromean con que, en las veinte verdades peronistas, a Perón le faltó una. La verdad 21 es: Correr en auxilio de los vencedores. Saben que los perdedores del peronismo se entregan demasiado rápido y hay que estar prevenido para que no se cuelen los más impresentables, aseguran. También confiesan que el Presidente les ordenó un año de gestión provincial intensa y mucho empeño en la concreción de la obra pública. Quiere inaugurar personalmente durante todo este año viviendas, escuelas y autopistas.
Ese parece ser el gran partido que Kirchner se ha propuesto jugar a su regreso de las vacaciones. En la política, como en los "picados" de Olivos, trata de ser jugador y árbitro a un mismo tiempo, y de vapulear a todos. Sabe que la inflación no puede dictarle la agenda y que él debe seguir llevando la iniciativa, imponiendo los temas y tomando por sorpresa a sus adversarios. Aunque tal vez no haya leído a Napoleón, también en ese punto lo intuye: Un gobierno nuevo -decía el emperador- tiene que deslumbrar y sorprender. Porque cuando deja de brillar, cae.
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