La alegría le gana al dolor
En la película El ciudadano de Orson Welles, hay una escena en la que un personaje más o menos secundario (disculpen la imprecisión; todo el cine es para mí parte del recuerdo, y el recuerdo es poco confiable) cuenta una anécdota muy breve, cuyas palabras tampoco recuerdo, pero que podría resumirse así: "Cuando era joven -imaginemos que dice ese personaje- estaba en un barco y vi en la barandilla del otro barco a una mujer. Nunca supe quién era pero no dejé de pensar en ella ni un solo día de mi vida". Es probable que esté falseando un poco esa línea diálogo, y seguro que las palabras de Herman J. Mankiewicz, el guionista de El ciudadano, son más exactas. Pero la anécdota no cambia, ni cambia el motivo por el que decidí citarlas.
En los inicios de la enfermedad que se llevaría finalmente a mi madre al mejor lugar, le hicieron una biopsia de hígado. Todo esto era en el Hospital Italiano. Tras el procedimiento, mientras esperábamos la recuperación del fugaz posoperatorio, bajaron una camilla con un internado. Era un hombre de menos de 40 años (yo tenía entonces apenas cinco años más). Una médica, con esos modos bruscos tan típicos de ciertos médicos que tienden a naturalizar lo que para el paciente es el colmo de lo excepcional (la posibilidad cierta de morir), le preguntó: "¿Sabés lo que te vamos a hacer, no?" Cubierto con la sábana, tan parecida a la mortaja, el hombre contestó: "Sí, una biopsia de hígado". Eso fue todo. Entró en un recinto clínico. No volví a verlo y ni siquiera me acuerdo de qué cara tenía. Sin embargo, igual que le pasaba al personaje de El ciudadano, no pasa un día en que no piense en él, en su curación o en su muerte. Esa tarde había coincidido con el tiempo de Adviento, la preparación para la Navidad, ese tiempo que todavía transitamos y que debería ser de alegría.
¿Pero qué alegría podía haber para mi madre, para el internado de pronóstico incierto e incluso para mí, que presentía la pérdida y aun ahora sigo pensando en el otro incierto condenado?
Desde una perspectiva religiosa, el sufrimiento pertenece al orden del misterio; acaso sea incluso su fundamento último. La enfermedad, el dolor moral que no se extingue, la soledad que dejan quienes ya no están, la declinación, las traiciones, la injusticia que cae sobre los débiles... Todo eso parece muy poco propicio para convencernos de que estemos alegres. Sin embargo, el sufrimiento no tiene la última palabra. Ni la última ni la primera.
En su libro Teoría de los principios teológicos, Joseph Ratzinger, que no era todavía el papa Benedicto XVI , incluye un capítulo que se llama "Le fe como confianza y alegría: Evangelio", en el que, entre otros hallazgos, refuta a dos puntas el nihilismo de Albert Camus y Friedrich Nietzsche, por los que siente (¿y quién no?) el mayor respeto.
Ratzinger señala allí que la Anunciación está ya bajo el signo de la Alegría. "¡Alégrate!", le dice el ángel a María (Lucas, 1, 28) y esa palabra implica "una denominación programática de lo que el cristianismo es en virtud de su propia naturaleza". Desde ya, es claro que en ese "¡Alégrate!" estaba contenido también todo el dolor de la Pasión. La alegría es la primera y la última palabra. Ratzinger lo dice mejor, claro: "Donde la alegría está ausente, donde se extingue el humor, es seguro que no está el Espíritu de Jesús. Y a la inversa: la alegría es signo de la gracia. Quien, desde el fondo de su corazón, se siente contento, quien ha sufrido, pero no ha perdido la alegría, no puede estar lejos del Dios del Evangelio, cuya primera palabra, en el umbral del Nuevo Testamento, dice: Alégrate".
Esto nos cuesta a los cristianos y a quienes no lo son también. La alegría es una aspiración más complicada de lo que parece. Con todo, renunciar a ella sería la mayor capitulación.