La Argentina desenmascarada
Cuando salgamos de esta crisis -y hay que pensar que saldremos, tarde o temprano-, ¿qué habremos aprendido? Hoy, si observamos descarnadamente la realidad, vemos que ha caído la última máscara y ahora enfrentamos la cara desnuda de lo que somos. Un país quebrado, con gobernantes débiles e inciertos, sindicatos fuertemente politizados, empresarios que no dudarían en quebrar la línea constitucional en su propio beneficio, una población desesperanzada y la total inexistencia de un proyecto que sirva para creer en el mañana. La bancarización tuvo el amargo efecto de revelar lo que ya sabíamos: poseemos un Estado ineficaz dispuesto a hacer cualquier cosa, pero rara vez lo adecuado: su acción más notable y permanente es el incumplimiento de los pactos que legitiman la vida en sociedad, como si entre nosotros no existiera ningún tipo de valores.
No creo que sea necesario ser un economista licenciado en Harvard o un politicólogo diplomado en la Sorbona para comprender la raíz de nuestros males y diagnosticar sin error la enfermedad que padecemos. Se supone que vivimos en democracia, pero, ¿dónde está la República? Suponíamos también que habíamos ingresado en la economía de mercado, pero eso no es cierto, porque acaban de limitarnos el uso de nuestro propio dinero y hasta han convertido los fondos de pensiones en bonos de la República que, al cabo de un tiempo, no sabemos si servirán de algo. Ocurre como si las viejas estafas volvieran con nuevos nombres para ocasionarnos peores daños.
Paradojas
Se podría decir que en la Argentina no existe la propiedad privada. De otro modo, tendríamos garantizados nuestros haberes y activos gracias a una legitimidad inquebrantable. Pero entre nosotros la legitimidad es una bella palabra que alimenta la retórica de quienes, precisamente, nada saben de ella. Sin propiedad privada y sin legitimidad, ¿sobre qué compromisos insolubles puede basarse nuestra democracia?; ¿sobre qué acuerdos puede funcionar la economía de mercado?
Siempre que viajo me sorprende observar de qué modo los ciudadanos de los países desarrollados defienden la legitimidad de sus sociedades. Sus Estados cobran impuestos y devuelven a cambio los servicios prometidos, y es muy simple y saludable vivir en países donde uno puede olvidarse tranquilamente de las internas políticas y dejar de lado el desesperante tema de la economía, sencillamente porque eso funciona mientras yo trabajo.
Recuerdo la reflexión de un amigo argentino que vive España cuando le preguntaron, en 1984, por qué no volvía a la Argentina, puesto que ahora habíamos conseguido la democracia. Dijo: "Prefiero vivir en un país donde no me obliguen a gastar mis energía protegiéndome de quienes me gobiernan". Se había exiliado en los años de la dictadura, no porque fuera un militante comprometido sino porque quería ser libre y vivir de manera civilizada. Una noche en París, mientras comíamos, Julio Cortázar me contó lo que mucha gente sabe: "Dejé Buenos Aires porque el peronismo se parecía a la barbarie". Pero nada de lo que vino después fue mejor, y el comportamiento "ilegítimo" siguió prosperando como la mayor fuente de negocios para una minoría osada, desvinculada totalmente de las más limpias reglas de juego que hacen a la riqueza de los países llamados del Primer Mundo. Con el Estado como cómplice ineludible, la Argentina vio el crecimiento de nuevas fortunas que, sin embargo, no hicieron más rico al país.
¿ Por qué razón milagrosa los argentinos tendríamos hoy que confiar en nuestro Estado (que nos parece más bien ajeno), en nuestros gobiernos, en nuestra Justicia y en nuestros políticos? ¿Qué motivos superiores habría para no sacar el dinero del país y llevarlo a lugares más seguros? ¿Cómo es posible confiar en aquello que, aplicada y regularmente, ha perfeccionado sus métodos de impunidad y ha desarrollado su capacidad de espoliación y fraude? ¿ Por qué habrían de confiar otros e invertir su dinero en nuestra tierra cuando las leyes que salvaguardan el capital son tan volátiles que ni siquiera sirven para proteger al pequeño ahorrista local?
¿Democracia?
Las naciones funcionan a partir de un acuerdo asentado sobre la confianza que existe entre gobernantes y gobernados. Esa confianza reside en la creencia comprobada del funcionamiento de la ley. Desde Madrid, el periodista Carlos Alberto Montaner comentó hace poco que entre los corredores de diamantes en Amsterdam era sabido que bastaba con mirarse a los ojos y darse un apretón de manos para acordar un contrato millonario que las partes invariablemente cumplían. Esa gente confiaba en sus socios eventuales y el negocio era siempre altamente lucrativo. En la Argentina no hay diamantes, pero tampoco confianza. En la Argentina, iniciar una causa ante la Justicia por una razón justa puede equivaler a ingresar en los siniestro tribunales imaginados por Kafka, donde el esfuerzo se torna inútil, el equívoco desdibuja la verdad, y la penuria y la sinrazón acaban con el querellante aniquilando su demanda y, naturalmente, su confianza.
En la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, sería extrañísimo encontrar a alguien que confíe en la policía: los robos, los asaltos a mano armada, tan comunes e incesantes en la zona balnearia del litoral atlántico, hacen pensar que es la policía misma la que los alienta. Ediles corruptos que viven prometiendo la calma atraviesan las distintas administraciones amparados en un clientelismo vil en que es impensable no sospechar la alianza con las fuerzas policiales. En medio de tal desorden, común, por otra parte, a varios países de América Latina, cuyos Estados son tan poco fiables como el nuestro, las sociedades siempre están en peligro, siempre viven sometidas a la incertidumbre, sintiendo la hostilidad de legislaciones arbitrarias y cambiantes y llevadas a adoptar recursos informales, ilegales a su vez, protegidas por difusas mafias y destinadas a producir un capital muerto, no representado por ninguna carta legítima, incapaz de garantizar la solvencia de quienes lo poseen.
Todos sabemos qué difícil fue siempre en la Argentina abrir una cuenta bancaria: se nos exigían referencias complejas, bienes que apoyaran nuestro pedido, firmas y garantías a veces imposibles de obtener. Los bancos se comportaban con la gente como si ésta constituyera una amenaza y no la base de su negocio. El encuentro entre un potencial cliente y un gerente bancario estaba signado por una absurda desconfianza mutua. Solicitar un crédito implica una aventura análoga en la que el solicitante termina siempre por sentirse fuera de la ley, a menos que medien padrinos que avalen con una palmada. De hecho, no somos ni fuimos nunca una sociedad capitalista: nuestro bien era la renta y no la producción. Hoy ya ni la renta queda y la producción no existe. Es difícil saber de qué modo la gente seguirá confiando en la democracia, una modalidad política que no se sostiene con himnos patrióticos ni con consignas burdamente partidistas.
Si el Estado no cumple con las leyes que él mismo dicta, si el Estado no cree en sí mismo, ¿ en manos de quién caeremos? En nuestros países, nunca faltan héroes ruidosos de dientes apretados y discursos evangélicos que prometen limpiar en nombre de la patria y que terminan siendo apoyados por ciudadanos al borde de la desesperación. Poco antes de morir, Simón Bolívar expresó un terrible vaticinio al escribir: "Estas naciones están condenadas a que las gobiernen enanos mentales de designio despótico". Por último, si salimos de esta crisis, ¿habremos aprendido lo necesario? Hay que desmentir a Bolívar, no cometiendo permanentemente los mismos errores.