La astucia del arte contra la Historia
A Edgardo Cozarinsky, por el recuerdo irreal de un trago en el Café Hawelka, de Viena
Son las 00.30 de la noche, acaso la una de la mañana (¡qué pronto se pasa de la noche al día!), pongo un disco y me sirvo el primer scotch. Mi repertorio a esa hora es invariablemente de fines del siglo XVIII o del XIX (el XX y el barroco demandan una atención más detallada, de la que carezco en esas circunstancias).
Así las cosas, las otras noches me di cuenta de una recurrencia: la predilección malsana por escuchar grabaciones realizadas durante la Segunda Guerra Mundial, o en los años inmediatamente anteriores. Pero no cualquier grabación: son registros hechos en Alemania o Austria de un repertorio alemán o austríaco. Dos ejemplos, entre varios. Uno: el "Preludio" y el "Viernes Santo" de Parsifal, de Richard Wagner, que Wilhelm Furtwängler (el nazi más complejo) hizo con la Filarmónica de Berlín en marzo de 1938, a la vuelta de la esquina de la catástrofe hitleriana. Otro, mi preferido entre todos: la versión de la Séptima sinfonía, de Anton Bruckner, que Karl Böhm dirigió al frente de la Filarmónica de Viena, en la sala Musikverein hacia 1943. Varias veces me pregunté por las razones de esta predilección, o acaso casi perversión. Es claro que la explicación no es únicamente en el plano musical (cuyo nivel es de todos modos altísimo). No, tenía (tiene) que haber algo más. Ese "algo más" podría condensarse en lo siguiente. En plena oscuridad (alguien habló de "eclipse de Dios" para referirse a la era nazi), en un repertorio orquestal confiscado miserablemente por el régimen y dirigido por genios que no dejaban de ser nazis (Böhm, Furtwängler o Karajan), hay algo ajeno a la Historia (con mayúsculas) que se impone, y se impone incluso a pesar de quienes son los responsables de esa grabaciones. Es como si Bruckner, Schubert y aun Wagner nos dijeran: "No se distraigan. No escuchen la época: escúchennos a nosotros". La emoción es rara. Tiene un origen estético, y a la vez no puede desentenderse de la Historia, y de cómo esa obra de arte se burló de sus apropiadores. Algo más: en esas grabaciones que escucho de madrugada, está la oscuridad de la historia y, en la noche, se ve la luz de la obra de arte, que la vulnera.
Esto me hizo acordar de un relato del cineasta y escritor Alexander Kluge, discípulo del filósofo Theodor W. Adorno, incluido en 120 historias del cine. Habla allí de la gloria y la caída del director Erich von Stroheim y sus películas carísimas, que los estudios pretendieron, ya sin él, abaratar, tentativa en la que consiguieron un fracaso interesante porque lo atractivo de ellas era justamente que el público estuviera al corriente del derroche. El caso es, sobre todo, "El ocaso de los dioses en Viena. De cómo una documentación fílmica enderezó a Richard Wagner", quizás el más extraordinario de todos los relatos: en mayo de 1945, con la ciudad sitiada, el comisario de defensa del Reich ordena una última función de gala de El ocaso de los dioses. Sin embargo, el edificio de la Ópera de Viena había quedado calcinado. Se decide hacer un registro que podría luego emitirse por radio; el inconveniente residía en que no había lugar para ensayar. La orquesta se reparte en varios refugios antiaéreos; por un lado en la Ringstrasse, por el otro en la Kärtnerstrasse. El director dirige los ensayos desde la bodega de una taberna con un teléfono de campaña. Entonces el teniente coronel Gerd Jänicke decide perpetuar la tragedia de la ciudad en un documental con la grabación del último acto de El ocaso... en semejantes condiciones. Usaron como iluminación los reflectores de la artillería antiaérea. Se oyen las bombas, las órdenes del director en el teléfono, la música de Wagner y el ruido de la cámara. Anota el autor: "Se trata de una obra visual y sonora del siglo XX única en su género".
Pura ficción, igual que los discos que escucho de noche, entresueños.