La carta que el artista no mandó
Resulta difícil olvidarse de una idea (apenas una frase en realidad) que el escritor Hugo von Hofmannsthal consignó en Buch der Freunde: "Uno tiene menos amigos de los que cree y más de los que conoce". No sabemos en qué pensaba Hofmannsthal cuando escribió esa presunción de apariencia incomprobable (pero ya veremos que cierta). En todo caso, ahí está una de las ventajas del fragmento: podemos hacerle decir lo que entendemos que dice. No sabemos en qué pensaba, pero podemos imaginarlo: en el acto de escribir y, subsidiariamente, en la imprudencia de publicar. Escribir y publicar algo, lo que sea, es siempre tirar una botella al mar. ¿Quién lee y por qué?
Hace poco más de un mes, recibí un correo electrónico de Clara Travieso. Me contaba que su padre, el pintor Francisco Travieso -a quien yo conocía por algunos de sus trabajos-, había tenido la intención de mandarme unas líneas sobre esta misma columna semanal. Me hizo llegar unas páginas manuscritas, con perfecta caligrafía y abundantes tachaduras, en las que, entre otras consideraciones, se refería al "merodeo" del pensamiento. Murió antes de poder enviarlas, hacia fines de julio, y la carta quedó entre sus papeles.
El anverso de lo escrito era una tarjeta que invitaba a la inauguración de Estaciones del Via Crucis, serie de pinturas de Travieso en la Iglesia Cristo Obrero de Lomas de Zamora. Es un buen principio para pensar su poética. Hay en cada una de ellas una austeridad sin atenuantes que se crispa en una impersonalidad dramática que las aproxima a los íconos bizantinos. Los faros de Travieso habían sido Cézanne, Matisse, Picasso, el Quattrocento en bloque, Morandi, y más acá en el territorio, Eugenio Daneri, Spilimbergo, acaso Collivadino.
Pero él se mantenía valientemente ajeno a las simples modas; sabía que la moda no se mezcla con el arte y que, para decirlo en sus propias palabras, "el contrapunto que da la tensión entre una curva y una recta no tiene época; la vecindad de dos tonos, tampoco". Esto lo vemos en sus naturalezas muertas, en sus bodegones, en sus paisajes y en sus desnudos.
Travieso fue un pintor que hizo lo que tiene que hacer un pintor: pintar, pintar con insistencia. No hacer vida de pintor.
Iris Murdoch anotó que lo propio del artista era una "lucidez modesta y sencilla". Ya no sabremos si Travieso, que tanto leía (imposible no nombrar a Rilke, a Keats, a Mallarmé, a Lugones), tenía a Murdoch en su biblioteca. No importa mucho; después de todo, cada uno puede sin saberlo volver a pensar por su cuenta -o convertir en obra- lo que otro pensó antes. Murdoch estimaba también que el arte apuntaba a lo absoluto: para ella, la belleza -cualquiera sea la manera episódica en que la definamos- era inseparable de la verdad. Travieso lo dijo así: "Busco indagar con serenidad la superficie, lo exterior de las cosas, para concluir que en lo exterior ya está lo interior". El arte está en la historia, pero levanta vuelo sobre sus miserias.
En su libro En la tierra de nadie, el poeta Francisco Madariaga escribió para Travieso estas líneas: "En la visión de este artista se enciende la luz de las naturalezas vivas y muertas: el mandato de los muertos le ha llegado, y él asume esos ancestros lejanos, cercanos, infinitos, y cumple, pintando con el coraje y el terror de un soldado en una guerra del Principado del Arte contra la vileza y la muerte del corazón".
La pintura de Travieso tiene una continuidad sin fisuras con ese mandato. Si hay melancolía en las pinturas, es la de las sombras de esos ancestros con los que contrajimos obligaciones. Esas sombras tan diferentes de las minúsculas de los fuegos fatuos que distraen.
La amistad es misteriosa, y en todas estas líneas no hice más que hablarle a quien no está. No hay que lamentarse. También sus pinturas, cada una de ellas, son un mensaje en la botella.