La corrupción es un atentado contra la igualdad
Durante décadas, el progresismo de raigambre populista manifestó el más completo desinterés por la corrupción. Desde su peculiar perspectiva, la tarea esencial de la política es "ampliar derechos", promover la igualdad y distribuir el ingreso entre los postergados. Si un gobernante avanza en el cumplimiento de estos objetivos, nada más importa. La preocupación por el cobro de coimas o el desvío indebido de fondos públicos sólo puede explicarse por el moralismo acartonado de las oligarquías locales. Es, en el fondo, un ardid hipócrita de la derecha para obstaculizar profundos cambios que amenazan a los privilegiados.
Las imágenes indignantes de los amigos del poder contando millones de dólares en una cueva de lujo y de funcionarios públicos lanzando bolsos repletos de plata por encima de la tapia de un convento volvieron a poner a la corrupción en el centro del debate público. Al condenar los hechos, periodistas y dirigentes aluden una y otra vez a las consecuencias materiales de la corrupción: los recursos que los corruptos se roban son los que faltan en transportes, hospitales y escuelas.
Esta crítica es, por supuesto, completamente verdadera. Los mismos gobernantes que condenan la pobreza usan el poder para convertirse en magnates con la plata del pueblo. Hay, sin embargo, un aspecto que se soslaya: la corrupción no solamente atenta contra la mejora de la calidad de vida, sino que además lacera el ideal de igualdad ciudadana que yace en el corazón mismo de la agenda progresista.
Una tesis que todas las corrientes de pensamiento igualitaristas comparten es que los ciudadanos deben ser tratados como iguales en el sentido más fundamental. Esa igualdad ciertamente requiere que todo el mundo goce de los medios para desarrollar su propio plan de vida, incluyendo el acceso seguro a alimento, salud, educación y vivienda. Pero también requiere la abolición de cualquier diferencia de estatus mediante una sujeción universal a la ley. Éste es el lema que ha animado a todos los movimientos contestatarios modernos y que el republicanismo, el socialismo, y la democracia radical adoptaron como propio.
De acuerdo con los filósofos políticos, la igualdad ante la ley tiene dos dimensiones. La primera de ellas es horizontal y exige combatir las asimetrías de poder entre los gobernados: el más pobre tiene derechos que ni siquiera el más rico puede desconocer. La segunda, en cambio, es vertical: los gobernantes no deben convertirse en una clase con privilegios especiales. La política premoderna desconocía este principio. Se inspiraba en una imagen orgánica de la sociedad que dividía a las personas en estratos con distintas prerrogativas y concedía a los gobernantes un poder absoluto para hacer y deshacer a su antojo.
Desde que la burguesía desafió este orden jerárquico con el rigor de las guillotinas, el progresismo montó su programa sobre la universalización del principio de igualdad. El desafío era hacer cada vez más iguales a los iguales, complementando la abolición formal de los privilegios de nacimiento con una estructura de dispersión del poder y distribución del ingreso que impidiera que algunos fueran dominados por otros. Este es el sueño que inspira a todas las constituciones democrático-republicanas y que late todavía en el ideario de los movimientos genuinamente igualitaristas.
A la luz de este análisis, se vuelve evidente que la corrupción, cuando es sistemática y crece al amparo del gobierno, representa un atentado directo contra el valor de la igualdad. Al igual que en la Francia pre-rrevolucionaria, en un Estado que apaña la corrupción las leyes no rigen para los poderosos y sus secuaces. Así, la corrupción exhibe la esencia del populismo en su forma más descarnada: la idea de una sociedad de iguales es reemplazada por una forma de oligarquía electiva en la que el líder popular y sus cortesanos se entregan al exceso y se burlan de la igualdad que dicen promover. Más que una utopía a futuro, esta clase de progresismo representa una novedosa variante de feudalismo que combina propaganda y reparto de plata con prerrogativas casi nobiliarias.
Docente de la UBA, investigador del Conicet, premio Konex a las Humanidades